
Las reacciones de centros de poder en Estados Unidos ayer, filtradas en uno de los principales diarios norteamericanos, respecto al segundo debate presidencial en México es evidencia de que Enrique Peña Nieto no es propiamente el candidato ideal para ellos. Ya de por sí la persecución de Yarrington y la mención de otros políticos priistas relacionados con el narcotráfico, avisada y promovida desde nuestro país vecino, fue una señal de presión del gobierno de Estados Unidos contra la causa del candidato priista.
Ahora, ante la inminente victoria de Peña Nieto, comienzan las especulaciones de alto nivel sobre temas fundamentales que causan escozor en el ánimo político de los vecinos del norte, principalmente en relación a la continuación de la lucha contra el narcotráfico que, tal como está ahora planteada, plantea un escenario favorable para Estados Unidos tanto en la posibilidad de incidir en la política interna mexicana, como mantener abierta la puerta de una colaboración intervención al estilo Colombia así como una salida natural de mercancía de su industria de armas, para compensar los retiros estrátegicos del coloso del norte en otras latitudes.
Sin embargo, el tema del narcotráfico no fue tocado a fondo en el segundo debate presidencial y se mantiene la percepción de que los cuatro candidatos están más por un cambio de estrategia de guerra hacia otro más moderado que puede dar pacto a la negociación para pacificar el país. Sobretodo en lo referente a Enrique Peña Nieto. Randal C. Archibold, en reseña del debate presidencial en el New York Times, así lo destaca en un tono un tanto de desaliento al señalar que los candidatos hablaron menos de las drogas y la violencia y más de la idea de que debe haber un cambio.

Pero lo más preocupante para los analistas norteamericanos es que Enrique Peña Nieto, a quien le reconocen que ya es irreversible la distancia de 14 puntos que le separa de su más cercano contrincante, Andrés Manuel López Obrador, es quien menos empeño ha puesto ya en la continuidad de la guerra intensa que libra el gobierno de Calderón contra los cárteles, con un resultado desastroso de más de 60 mil muertos y vastas partes del país aún dominadas por la delincuencia organizada.
Poca mella han hecho en su avance espectacular los anuncios de capturas de prominentes políticos del PRI ligados al narcotráfico en años anteriores. Incluso, durante el debate, Peña Nieto se dió el lujo de no contestar a Josefina Vázquez Mota cuando la candidata panista quiso remarcar la relación de políticos como Yarrington y otros más en fuertes nexos de negocios con los narcotraficantes en materia de lavado de dinero.
Se percibe en Estatos Unidos que los partidarios de Vázquez Mota ya nada esperan de la candidata que ahora, en una especie de último aliento de desesperación, procuró atacar más a todos los demás candidatos que a construir una serie de argumentaciones convincentes del por qué creer en un su proyecto, apoyado por un partido que fracasó en gran parte de sus encomiendas gubernamentales, salvo en la parte económica, minando la credibilidad de que sea una opción confiable para seguir gobernando al país.
No es raro que los centros de poder norteamericanos desconfíen más de los priistas que incluso del partido de izquierda comandado por Andrés Manuel López Obrador. Durante años, el trato entre gobiernos del PRI y los de Estados Unidos fue ríspido, aún más en la época de la guerra fría donde alcanzó niveles de máxima confrontación, sobre todo en temas como el bloqueo a Cuba y la apertura de la riqueza petrolera a la inversión norteamericana. Si bien, a partir de la última década del pasado siglo, el Consenso de Washington puso grilletes a la aparente independencia de criterio mexicana, desde gobiernos emanados del PRI, no fue sino hasta la ascención al poder de Vicente Fox, el candidato panista, que los Estados Unidos se sintieron con mayor libertad de injerencia en asuntos mexicanos, salvo por los frenos del congreso, dominado todavía por mayoría priísta.
Nada pudo ser mas desconcertante para los núcleos de poder norteamericano que la mala administración de los gobiernos panistas, durante dos sexenios, que ahora están propiciando el retorno del PRI al poder. Fox con sus dislates oratorios y su irresponsabilidad administrativa propició igual o más corrupción que la de sus antecesores priístas, a tal punto que su sucesor, también panista, tuvo que llegar al poder por medio de un fraude electoral solapado, parajódicamente, por uno de los grupos dominantes del Partido Revolucionario Institucional, el salinista.
La poco afortunada administración de Felipe Calderón Hinojosa inició con dos desbarres fantásticos, la nula capacidad de control político de Juan Camilo Mouriño, su secretario de Gobernación, que solo propició una confrontación entre bandas de narcotraficantes, al pretender imponer reglas sin autoridad real alguna entre los delincuentes solo para favorecer sus negocios personales, lo cual a la postre le costó la vida; y el segundo desbarre fue precisamente el inicio de una guerra contra la delincuencia sin una estrategia de inteligencia que le diera margen para para combatir a los narcos con eficacia.
Son los errores calderonistas los que fortalecieron aún más la idea de que el PRI es la opción de mejorar la situación de inseguridad en el país, un problema irresuelto por el gobierno actual pese al despliegue de las fuerzas de la Armada y el Ejército en todo el territorio nacional. Cada vez que la propaganda panista lanza el mensaje de que el regreso del PRI es el retorno de los pactos entre los priistas y los narcotraficantes, provocan el efecto contrario al esperado entre los ciudadano de México, puesto que subliminalmente están recibiendo el mensaje de que simplemente van a retornar quienes van a aquietar la violencia pactando para regresar al control de antaño de los narcotraficantes.
La distancia holgada de Peña Nieto en las encuestas es una evidente señal de que el gobierno panista no pudo en sus últimos años ni siquiera mantener una estructura sólida partidista para crear más adeptos que los que regulamente siempre tuvo como partido de oposición. Su partido enfrenta una contienda electoral con fuertes divisiones internas producto del excesivo, y a veces torpe, influjo para tomar decisiones del grupo calderonista en los asuntos del PAN. A la vez, fracasó en las recomendaciones a alto nivel que se le hicieron para que fortaleciera la presencia de la sociedad civil en las políticas gubernamentales del país. El movimiento de Javier Sicilia fue el único movimiento permanente, apartidista, que se creó y prosigue en su lucha, pero no fue prohijado por el gobierno calderonista.
Por su parte, Andrés Manuel López Obrador tras seis años de campaña no entró a esta contienda con ninguna ventaja porcentual en las preferencias del electorado. Se mantuvo, durante un buen tiempo, abajo de Josefina Vázquez Mota, y ahora que ya la superó sigue estando abajo del puntero Enrique Peña Nieto. En un país donde las tendencias conservadoras son muy fuertes, le ha costado mucho trabajo el político tabasqueño mantenerse a la alza, sacrificando incluso su discurso beligerante de izquierda, que lo caracterizó en el año 2006, por uno que ha denominado «amoroso» llegando incluso a manifestar públicamente que si llega a la presidencia su antecesor, Felipe Calderón, no será perseguido por él pese a ser responsable, que no culpables, de las decenas de miles de muertos por la guerra contra el narcotráfico.
El repunte de los últimos días de López Obrador se basa en un movimiento estudiantil que se trata de generalizar en todo el país con marcada tendencia partidista, aunque lo nieguen públicamente sus integrantes, para favorecerlo a él y descalificar a Enrique Peña Nieto. Diarios norteamericanos como «The Washington Post», incluso, tratan de generalizar una imagen de descontento popular contra Peña Nieto destacando en sus notas sobre el debate de ayer que una multitudinaria manifestación estudiantil se celebró en su contra en ese mismo día. Ese es el escenario al que puede apostarle Estados Unidos, el de la inestabilidad, que derive incluso en confrontaciones graves post electorales que lleven al país a un estado de excepción.
De esa manera, Peña Nieto sería puesto contra la pared y obligado a negociar el triunfo con el verdadero árbitro de la contienda, el presidente Felipe Calderón Hinojosa, y después allanarse con los norteamericanos para reconocerle también su nueva posición de poder en el país. Visto de esa manera, su fuerza que es inobjetable ahora se perdería en un escenario crítico donde otros van a decidir sobre el rumbo de las elecciones. Sería nuevamente un presidente débil ante los estadounidenses, a sujeción de control norteamericano en todos los aspectos, como lo fueron Miguel de la Madrid, por la devaluación económica enorme del 82; Carlos Salinas de Gortari, por el fraude electoral del 88 y el crecimiento de fuerzas opositoras desde la derecha; Ernesto Zedillo, por el movimiento zapatista y el crimen de Luis Donaldo Colosio; Vicente Fox, por sus escasas entendederas como gobernante, y Felipe Calderón Hinojosa, por su llegada la poder mediante otro fraude y su torpe estrategia de Estado conta las bandas organizadas.
A Estados Unidos le conviene llegar a ese escenario crítico para bajar la fuerza de Peña Nieto que, de llegar al poder, quitaría tal vez primero el fantasma de que la guerra del narcotráfico es interminable, reorientando incluso los flujos de la violencia más allá de las fronteras mexicanas. Un indicio de que vienen escenarios críticos es el hechode que el presidente Calderón puso ya su granito de arena, al detener a un grupo de generales afines al movimiento peñista que hubieran jugado un papel importante entre las fuerzas armadas en caso del escenario crítico al que se dirige la contienda electoral en estos momentos.
Otra escenario plausible para Estados Unidos es que se negocie antes, es decir que Peña Nieto les abra las cartas de una vez por todas y entonces acordar con ellos cuales valen y cuales no. Cosa que el candidato priista se ha guardado hasta el último momento. Es decir, no está permitiendo que se pague por ver.
