Diario de un Reportero: El maestro de maestros


 

Por Luis Velázquez Rivera, egresado de la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana
Por Luis Velázquez Rivera, egresado de la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana

*Escribía en la madrugada

*La amante de John Reed

DOMINGO

El escribidor perfecto

Cada vez que uno miraba y observaba escribir al reportero Miguel Molina significaba un trance alucinante. Una especie de magia. Un hecho milagroso, deslumbrante, por lo siguiente: en aquellos tiempos, el siglo pasado, cuando nadie imaginaba las computadoras ni tampoco el celular para escribir desde ahí y mandar el texto a la sala de redacción desde cualquier lugar del mundo, se tecleaba, entonces, frente a una máquina mecánica de escribir.

 

A teclazo limpio

Si el texto lo escribía un reportero de inmediato era identificable porque el 90 por ciento de periodistas escriben, como dicen los clásicos, al chingadazo, perforando el papel revolución con el teclazo.

En cambio, el escritor suele teclear como un pianista el piano, como si acariciara con delicadeza y ternura la cadera de una mujer.

Miguel Molina escribía así: como un pianista, pero además, sin equivocarse en un solo renglón, en una sola frase.

Sus oraciones eran impecables. Sin necesidad de leer y releer el texto para cambiar una palabra por otra. El texto perfecto. Bien embonada la palabra a la idea central de la oración.

Y, por añadidura, con una pasmosa limpieza ortográfica. La idea exacta y precisa en la palabra exacta y precisa.

Nunca tachaba ni cambiaba de cuartilla. Jamás desperdiciaba el papel. Nunca corregía. La frase bien pensada, meditada, reflexionada, como el albañil que pega ladrillos con mano de arquitecto.

Resultaba alucinante mirarlo escribir…

LUNES

El cronopio Fidel Samaniego

También alucinaba uno cuando observaba al cronista Fidel Samaniego, de “El universal”, dictar por teléfono la crónica literaria y periodística del día en aquellas jornadas electorales de los candidatos presidenciales.

De pronto, terminado el evento, los reporteros corrían a la sala de prensa para teclear las notas, las crónicas, el reportaje.

Todos, sin excepción, buscaban la mejor máquina de escribir, la mejor aceitada, el tipo de letra impecable, claro, nítido.

En cambio, Fidel Samaniego llegaba tranquilo, sin prisas a la sala de redacción y buscaba uno de los teléfonos instalados en fila india en dos, tres, cuatro mesas.

Pedía un café americano a la edecán, marcaba el número telefónico al periódico, releía sus apuntes en la libreta de taquigrafía, y dictaba la crónica sin haber escrito una sola línea, una sola frase, una sola oración.

Es decir, como un orador político improvisaba la crónica, algo así como cuando en la tarde, en el puerto jarocho, en Playa Norte, paseando a caballo con su secretario particular, Venustiano Carranza dictaba la ley agraria del 6 de enero y la ley de imprenta.

Al otro día, uno leía la crónica sólo para checar el dato riguroso y la calidad y finura literaria de la crónica de Samaniego.

Y la crónica resultaba sorprendente. Mágica. Alucinante. El retrato puntual del hecho, las circunstancias y los personajes. La descripción y la narración como una cámara de cine filmando la película en proceso.

Sin haber escrito ante la máquina mecánica una sola línea.

Pero además, tampoco sin pedir a la secretaria a quien dictaba por teléfono le leyera el párrafo anterior.

El hilo narrativo del suceso como si el lector lo estuviera viviendo, testigo infalible.

MARTES

El maestro de maestros

Quizá ningún reporterazo tan completo, tan profesional, como don Alfonso Valencia Ríos.

Maestro en la vieja y amada facultad de Periodismo de la Universidad Veracruzana, don Alfonso se fajaba en la calle, en el evento público, como el más novato de todos.

Pero además, mirarlo entrevistar significa una alucinación fascinante.

Nunca anotaba una sola palabra en la libreta de taquigrafía que, por demás, jamás utilizaba, porque en todo caso llegaba a la entrevista con dos, tres hojitas de papel revolución, cuartillas que se usaban para teclear en la máquina mecánica.

Entonces, las grabadoras apenas andaban de moda. Pero don Alfonso jamás utilizó un aparatito de esos. Poseía una memoria fuera de serie. Prodigiosa. Una capacidad nemotécnica que desarmaba a cualquier político.

A veces, sólo a veces, solo apuntaba fechas, números, estadísticas.

Y por el contrario, nunca nadie le envió una carta aclaratoria porque desvirtuara y/o tergiversara la información.

Luego, en el periódico también alucinaba.

Tenía una secretaria, a quien de igual manera dictaba de memoria la información, sin consultar, incluso, ni siquiera el papelito revolución donde había anotado las cantidades de la inversión pública.

En una oficina tamaño de un cuartito Infonavit, paseando de norte a sur, y de este a oeste, con las manos entrelazadas hacia atrás, metido en su camisa de manga larga azul oscura, dictaba. Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco cuartillas, sin tregua, a una secretaria, chica joven, con una velocidad para escribir más rápida que un relámpago, que el viaje de la luz eléctrica, que una bomba nuclear.

Uno los miraba y quedaba fascinando con aquella alucinación, regalo de Dios…

MIÉRCOLES

Escribía en la madrugada

Don Manuel Buendía, el columnista estrella del siglo XX, asesinado por la espalda en el segundo año del presidente Miguel de la Madrid, escribía su columna “Red privada” a las 4 de la mañana.

Quizá a las 5 horas, si se dormía.

Y tecleaba a esa hora de la madrugada porque, decía, las palabras vuelan ante la máquina de escribir por las siguientes circunstancias:

Una: los malos humores que cada persona recoge en el transcurso del día se evaporizan con el sueño y el reposo, y la química del cuerpo se oxigena, y el cuerpo y las neuronas y el corazón y el hígado están fresquecitos a las 4 de la mañana.

Dos: en la madrugada, nunca, rara vez quizá, una desgracia familiar, suena el teléfono.

Y entonces, se puede escribir sin interrupciones, sin telefonemas incómodos e indeseables, que turbulenten la paz del día.

Tres: si se escribe a las 4 de la madrugada, antes, después, se teclea en casa. Y la casa está en silencio. Sin secretarias. Sin jefes fastidiando la vida. Sin compañeros distrayendo. Sin tentaciones por la visita de una mujer sensual.

Cuatro: se teclea con el tiempo a favor, pues cada reportero y columnista sabe el tiempo necesario para escribir un texto. Y en vez de escribirse con el tiempo en contra como sucede en la sala de redacción del periódico, el tiempo es un aliado.

Por eso don Manuel escribía a esa hora de la mañana. Luego, leía los periódicos y escuchaba el noticiero. Se arreglaba y entre 8 y 9 de la mañana estaba en un desayuno con un invitado. Un político. Un colega reportero. Una fuente extraoficial. El intercambio de barajitas.

JUEVES

Las servilletas de un reportero

Don Fernando de la Miyar llegaba a su periódico, “La nación” en el puerto jarocho, como a las 5 de la tarde, luego de un desayuno y una comida con algún político.

Y tecleaba su columna, “Abriendo brecha”, en una máquina portátil, eléctrica.

Antes de iniciar la tecleada, de las bolsas del pantalón y de la guayabera sacaba un montón de servilletas de mesa, donde había anotado palabras, frases, datos, que le permitían seguir la pista a los hechos y las circunstancias.

De pronto, uno miraba en su escritorio un montón de servilletas extendidas como naipes, fichas de dominó, ordenadas en fila india, en dos, tres hileras, de acuerdo como las había escrito en el desayuno y la comida.

Así, don Fernando hilaba las ideas y recordaba las palabras expresadas en cada caso por su invitado.

Y conforme utilizaba los datos de las servilletas, confirmando, incluso, un hecho, las servilletas iban desapareciendo del escritorio, todas arrojadas al cesto de la basura.

Por aquí terminaba de escribir la columna en tres, cuatro cuartillas, papel revolución, el escritorio quedaba limpiecito en automático, sin ninguna servilleta.

Incluso, don Fernando revisaba con la lupa de sus ojos cada espacio del escritorio por si las dudas había dejado una servilleta, y solo así sonreía feliz, contento, satisfecho, de que ningún dato había quedado fuera.

Entonces, pedía el budget de la información del día para jerarquizar las noticias y seleccionar las notas de primera plana, “las princesas” de la portada, que así suele llamarse a las notas más importantes…

VIERNES

La amante de John Reed

John Reed, el gran reportero norteamericano autor de 2México insurgente” y “Diez días que estremecieron al mundo” tiene una amante. Es una escritora frustrada, esposa de un banquero.

Y la amante le compra una casa con un piso. En la planta baja con frecuencia se reúnen los amigos, escritores, reporteros, filósofos, intelectuales de la época. Y hablan del asunto del día, de la semana. Y de los libros que algún día escribirán.

Y ella y él disponen de la planta alta como su tálamo.

Y cada vez que los amigos de John Reed llegan a casa para hablar del futuro y libar, la amante lo encierra en la planta alta, en la habitación prohibida de los dos, para que escriba. Y Reed escribe. Teclea. Pule y vuelve a pulir las crónicas, los reportajes, sus libros.

En el alba, luego de escribir una jornada de tres, cuatro horas, John Reed baja a la planta baja y sólo mira el tiradero de escritores que, ebrios, han quedado dormidos, mientras otros, unos cuantos tienen miradas vidriosas, y arrastran las palabras y solo ellos se entienden.

Su amante está fresca. Amable que ha sido con todos.

Entonces, con John Reed se encierran en su habitación. Y se aman como locos. De manera volcánica y avasallante. Los dos en libertad, sin ataduras ni prejuicios.

Publicado originalmente en: http://www.blog.expediente.mx/nota.php?nId=3110#.UTI29aKQV9g

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