
Todo proceso de transición política implica un ajuste de los mecanismos de relación social, especialmente aquéllos que, por su alcance y radio de acción, abarcan todos los espacios esenciales para explicar la naturaleza que asume esa relación y los roles de los distintos actores sociales.
Buena parte de esos mecanismos se activa con la intermediación de los aparatos de difusión de masas, pero el soporte principal de las relaciones sociales se encuentra en el nivel micro, donde se definen los rasgos dominantes, los valores, las perspectivas de análisis, los criterios y la visión del mundo que manifiestan los grupos sociales y que, en términos generales, encuentran un refuerzo en los contenidos de los medios. En esta definición intervienen, de igual forma, otros aparatos de hegemonía (iglesia, partidos políticos, sindicatos, sistema escolar, familia, etc.) aunque el peso fundamental, por lo que hace a la creación de los soportes culturales del Estado contemporáneo, lo tienen los medios de comunicación.
Por lo mismo, debe considerarse prioritario el análisis de los medios, para entender las circunstancias en que ocurre la transición mexicana, sus características propias, sus alcances y su dinámica. Pero también vale la pena repasar, aunque sea sonoramente y en acercamiento primario, las modalidades de la política de comunicación social del Estado mexicano, así sea para identificar la virtual contraparte de la apertura que actualmente se verifica en los medios, dada la resistencia de algunos sectores del aparato estatal (y de la clase gobernante en general) para abrir el cauce al libre flujo informativo.
En este trabajo, por lo tanto, se abordarán dos asuntos íntimamente relacionados: el papel de los medios en la transición y la política de comunicación social del Estado mexicano, más como una propuesta/provocación de elementos a considerar en el análisis, que como una conclusión definitiva.
1.- Los medios y (en) la transición.
Dice Raymundo Riva Palacio que los medios de comunicación en México son el otro dinosaurio. El calificativo no es gratuito, se lo ganaron a pulso (especialmente los electrónicos y, de ellos, en particular la televisión) mediante una práctica constante de cerrazón a las versiones de la realidad que fueran discordantes del discurso oficial. Aún cuando en este momento se advierte una apertura considerable en los medios de comunicación mexicanos, sobre todo en los impresos y ciertos espacios radiofónicos, sigue manifestándose una tendencia dominante a priorizar ciertos principios formales en el tratamiento de la información, mediante los cuales se aborda la realidad, más allá de la censura burda, de manera sesgada y parcial.
La recurrencia (en algunos casos no sólo generalizada, sino única) a la prácticaperiodística limitada a la información proveniente de entrevistas oficiales, sin contraste y sin investigación (ni siquiera de contexto), limita la versión de la realidad nacional que plantean los medios a las visiones interesadas de sus actores hegemónicos. Este aspecto del quehacer periodístico tiene que ver con su calidad profesional, pero también con las limitaciones impuestas por el aparato gubernamental en materia del derecho a la información, así como con una tradición de control central cuyas inercias no han desaparecido del todo, aún cuando cada día es más clara su obsolescencia.
Parte de la explicación de esta realidad comunicacional se localiza en las circunstancias económico-financieras de los medios y, por lo que hace a los electrónicos, en el régimen legal que los amenaza constantemente. Poco a poco, sin embargo, las grandes ataduras (el monopolio del papel, por ejemplo) que contenían la profesionalización del quehacer periodístico y la maduración de proyectos con una propuesta informativa crítica e independiente, han sido acotadas por el avance de una sociedad civil demandante de información (e incluso por la misma dinámica de la apertura comercial), no obstante lo cual permanecen intactos algunos de. los mecanismos más importantes de control y sujeción, sobre todo aquellos que se relacionan con el ejercicio presupuestal público y con la red de complicidades en la que muchos empresarios participan, y que permiten premiar a los medios dóciles y sancionar a los que no lo son. De esta lógica participa, igualmente, la aplicación de leyes y reglamentos que, tradicionalmente, no se usaban para normar la actividad empresarial asociada a la comunicación (IMSS, Infonavit, Hacienda, etc.). En los últimos meses hemos observado como, al amparo de esas normas discrecionalmente empleadas, algunos medios críticos son acosados y reprimidos, al tiempo que se empiezan a aplicar viejos y obsoletos códigos penales y civiles para arrinconar a los periodistas e, incluso, a sus fuentes.
Y es que, a diferencia de otros procesos de transición (como el español, el portugués, el griego y el chileno, por ejemplo) los parteaguas mexicanos no han sido definitivos y se ha alargado la coexistencia de dos realidades esencialmente contradictorias: una sociedad civil en ascenso y que logra la apertura de espacios de expresión a regañadientes, y un aparato estatal todavía dominado por un sector de la clase política que se resiste a abandonar sus privilegios y, con ellos, los mecanismos de control de, los que echó mano durante decenios para afianzar su poder. Uno de esos mecanismos (la cooptación) sigue vivo, actuante y firme y requiere de una vigilancia de los órganos legalmente dispuestos para tal fin (desde el poder legislativo, por ejemplo) y de sociedad civil, a través de los espacios que se construyan en ese sentido, como resultado de la ciudadanización de los organismos electorales, de la reglamentación específica del derecho a la información y otras medidas en las que se prevé la participación de la sociedad, más allá de las instancias de representación formal.
La pretensión de que los medios asuman un código de ética elaborado por ellos mismos, que refiere un nivel de civilidad todavía lejano en nuestra realidad nacional, topa con esos mecanismos esbozados arriba y, sobre todo, con una cultura de la legalidad que, para todo efecto práctico, es insuficiente aún cuando parece existir, como demanda y conditio sine qua non, en las bases mismas del proceso de transición.
Exigir que los medios abandonen voluntariamente la comodidad del paternalismo gubernamental, con todos los privilegios legales y económicos que éste conlleva, no sólo parece ingenuo, sino impráctico. Dado el nivel de los intereses puestos en juego, todo parece indicar que la apertura podrá consolidarse y ampliarse sólo en la medida que exista una voluntad central de no intervenir sobre la suerte que deben correr los medios, a partir de su oferta informativa a la sociedad. En su defecto, esto será posible si el avance de la sociedad civil alcanza hasta la instauración de normas y mecanismos objetivos y suficientes para acotar la discrecionalidad gubernamental en su trato con lo medios y, particularmente, en el uso de los recursos públicos destinados a la comunicación social, todo lo cual tendría que pasar por el establecimiento de instancias legales ajenas al poder ejecutivo, capaces de conocer y resolver asuntos de esta materia y que, por razones de elemental lógica, tendrían que estarconformadas, cuando menos en parte, por ciudadanos y representantes de los medios.
De otra forma, la transición democrática permanecería, como hasta ahora, a expensas de la mayor o menor voluntad del régimen para asumir sus responsabilidades y permitir el libre flujo informativo, o la mayor o menor capacidad, de los medios (especialmente sus dueños) para resistir el acoso permanente a su actividad. Y la historia mexicana nos demuestra que, en ambos casos, la voluntad no va precisamente en ese sentido.
2.-Estado y Comunicación Social.
Considerada actualmente como una de las prácticas profesionales en transición, la comunicación social se convirtió, desde la década de los setenta, en un mecanismo de soluciones a problemas apenas sentidos, no elaborados o no reconstruidos a partir de la investigación científica, que la hizo derivar a un conjunto de procedimientos y normas que, con el tiempo, devinieron esquema rígido.
El sector público en México, con mucho mayor énfasis que el privado, acogió el esquema comunicacional de manera acrítica y, en función de resultados que se mostraban sorprendentes en otras latitudes, incorporó las prácticas de comunicación social no sólo a su organigrama, sino a su propia concepción del quehacer político. Las relaciones entre la sociedad y el Estado (sociedad civil y sociedad política) se pretendieron mediar a partir de una perspectiva del control discursivo y de su normalización.
El orden, la centralización, el control, valores que permean en el trasfondo de los propósitos del Estado al apuntalar sus aparatos de comunicación social, son cubiertos bajo un manto de teorización que, en la práctica y con el paso del tiempo, dejó en claro su debilidad, si bien los resultados están todavía por evaluarse, dado el doble registro (discurso-hechos) que le impone el Estado a su quehacer político.
El esquema original (manejo de imagen, definición central de políticas de comunicación, legitimación en el discurso, dirección intencionada de la opinión pública, sistema de censura en varios sentidos y niveles, promoción de líneas, uso de espacios públicos y privados de manera indiferenciada, prioridad a los medios de masas, sobrevaloración de los esquemas propagandísticos, cooptación de profesionales críticos, represión, etc.) encontró asidero en el reciclaje propio de los estados en proceso de desgaste: las mentiras, la superficialidad… el punto de vista oficial recibió tan abundante difusión y tan enfático apoyo, que terminó por convencer a sus propios autores, desprovistos de e incapaces de concebir un mecanismo —interno o externo— que les advierta de la necesidad de evaluar objetivamente (en forma crítica) los resultados de su quehacer.
Si algo lo alimenta, el esquema operativo y conceptual de los aparatos oficiales de comunicación proviene de dos fuentes, aparentemente contradictorias, que en la práctica se han manifestado complementarias, por lo menos para efectos del sistema político mexicano en general: por un lado, el modelo norteamericano de marketing que combina publicidad y propaganda bajo el sustento técnico de la investigación de mercados, los sondeos de opinión, los análisis de contenido, etc.; es decir, en apretado resumen: los métodos cuantitativos de la Sociología funcionalista y la Psicología conductista. Por el otro, la peor de las tradiciones periodísticas mexicanas, verificado en prácticas de corrupción y solapamiento, que lejos de desaparecer al influjo de la adopción (o más bien, por ser ésta acrítica) de los modelos de comunicación elaborados para otra realidad, se fortalecieron al hacerse evidente su utilidad inmediata. Después de todo, cuando una administración trabaja en la cortedad de miras de un sexenio, no tiene por qué cuidar más allá de su propia imagen, sobre todo cuando se cuenta con la complicidad natural del relevo.
En este sentido, frente al fracaso de muchos programas de comunicación, especialmente los dirigidos a contrarrestar «malas imágenes» en el exterior o el avance de la oposición, a nadie se le ha ocurrido preguntar si, fuera del esquema de comunicación empleado, algo más anda mal en el Estado y sus aparatos. En este orden de ideas, la sobrevaloración de técnicas propagandísticas y publicitarias (que se entienden en el contexto de una teorización superficial y, por sus principios, mecanicista: estímulo-respuesta/mensaje-efectos) ha llevado a la exageración en los análisis que evalúan todos los resultados de una gestión gubernamental, a partir de la cantidad de información reportada en los medios y, peor aún, en la tendencia mayoritaria de esa información, como si la opinión pública pudiera realmente moldearse a discreción.
Pero sería impreciso reducir el complejo ámbito de la comunicación social a la relación gobierno-medios-opinión pública. Si bien esta trilogía representa la parte central de las políticas gubernamentales de comunicación, no es el único espacio profesional existente en ellas y ni siquiera su lógica (casi siempre verticalista) impera en las demás prácticas comunicacionales que se advierten en el sector público, desde la simple información para la toma de decisiones (guías, difusión de normas, carteleras, prontuarios, etc.) hasta los esfuerzos francos de comunicación educativa, pasando por la extensión y la difusión de la cultura, entre otras.
Por lo mismo, analizar estas formas no dominantes de comunicación y priorizar su uso, no sólo aparece como un deber profesional, sino también político, en la medida que contribuiría a profundizar el proceso de transición que sufre el Estado mexicano, proceso que pasa por el esclarecimiento de las funciones que cumple la comunicación social y, sobre todo, por la modificación radical de los criterios y valores que han imperado, hasta la fecha, en este ámbito. Sin embargo, a partir del reconocimiento de las resistencias que oponen al cambio diversos sectores del aparato estatal, es menester poner énfasis en la necesidad de aterrizar y concretar el derecho constitucional a la información, que desde su incorporación al cuerpo normativo máximo del país, no ha encontrado oportunidad política para ser reglamentado específicamente. El discurso oficial al respecto, con ligeras variantes, identifica tramposamente este derecho como una extensión de la libertad de expresión, por lo que asume como riesgo (recuérdese a López Portillo: «que los pares arreglen los problemas entre pares») su reglamentación, suponiendo que acotaría a aquélla.
Discusiones aparte, el derecho a la información es de la sociedad, por lo que implica una obligación gubernamental de poner a disposición de quien la reclame, toda la información relacionada con asuntos de interés público. Este es el verdadero problema: beneficiaría de una historia larga y oscura de autoritarismo, la clase gobernante se ha resistido a dar los pasos legales necesarios para garantizar que su quehacer público pueda ser sujeto a escrutinio social. Si se reconoce como sujeto del derecho a la información a la sociedad misma, la contradicción con el derecho a la libre expresión de las ideas se reduce a su justa dimensión: no existe en la medida que el Estado es garante de ambos derechos, en un caso como entidad vigilante y mediadora, en otro como objeto referencial, obligado legalmente a guardar, clasificar y poner a disposición los documentos que informan sobre todo lo que realiza, de acuerdo a una normatividad expresa y aplicable indistintamente.
La transición política mexicana no podrá avanzar más allá de lo que ha ocurrido hasta ahora, mientras el aparato gubernamental tenga un ámbito de dis-crecionalidad para informar sobre sus decisiones y acciones. Los medios críticos han incidido sobre esta realidad, pero la mayoría de las ocasiones en base a filtraciones interesadas que, en los momentos críticos, alientan la confusión y propician la aparición de rumores, en lugar de agregar luces sobre la situación nacional. Si bien es considerable el avance que los medios han logrado en esta etapa de la vida política, siempre será indispensable que el quehacer periodístico se normalice y no dependa de la buena o mala voluntad de algunos sectores gubernamentales para soltar información. Para ello se requieren reglas claras y, sobre todo, voluntad para aplicarlas y acatarlas o, en su defecto, mecanismos para imponerlas.
Publicado originalmente en: http://cetrade.org/v2/revista-transicion/1996/1-sociedad-no-aguanta-mas/transicion-democratica-medios-comunicacion-jose-luis-cerdan-diaz
