
El 30 de mayo pasado, Manuel Buendía cumplió 29 años de fallecido. Fue uno de los mejores columnistas políticos que ha tenido México con su ‘Red Privada’ que publicaba en el periódico Excélsior. Hasta la fecha no hay en el medio periodístico alguien que se le compare en integridad y profesionalismo. Buendía se distinguió porque no debía nada a nadie. Jamás aceptó regalos, devolvía canastas y cogñaques, vinos franceses y latas importadas. En cambio recibía obsequios humildes, un cesto con cinco manzanas de alguien que le decía: “Fui a mi tierra y me acordé de usted”. “Aquí están estos totopos”. “Espero que le guste esta machaca”. Cada año, un taquero que se contaba entre sus amigos, le celebraba su santo. Traía los anafres y el comal, su señora y sus hijas echaban tortillas y sobre dos largas mesas preparaban los tacos de chicharrón y de hongos, de rajas y de carnitas. Llegaba el taxista a quien Manuel le ayudó a comprar su taxi, llegaba algún director de periódico, algún secretario de Estado. “Vine a echarme un taco con usted, Manuel”. Y sobre todo llegaban los amigos. La fiesta era popular y era fiesta de a de veras. Así lo conocí. Así lo recuerdo sobre todo cuando en Excélsior me daba una palmada en la espalda acompañada con la frase: “ánimo Barradas. Arriba Veracruz”.
Muchos, tal vez, se han de preguntar: ¿Cómo se hace la opinión pública? Los políticos pueden emitir juicios, divulgar sus propias creencias, postular en mítines a lo largo de su campaña la bondad de su persona y de su partido, pero es sólo la publicación diaria de hechos diversos la que forma a la opinión pública.
Es este bombardeo cotidiano el que transforma al lector en opinión pública. Claro que también el sentir del pueblo reflejado en las pintas, en los chistes, en los grafitti, en la escritura bárbara, en las mantas frente a las manifestaciones, en los muros, en las peluquerías, sastrerías, talleres y cantinas son parte de la opinión pública. Pero lo tradicional es la prensa escrita. Un lector de periódicos puede leer sólo la página de deportes o la policiaca y en el mismo instante otro puede mantenerse ávidamente al tanto de este u otro acontecimiento (porque los lectores están expuestos todos los días a una enorme cantidad de noticias) pero ambas –el que lee la página roja o el que lee la sección de editoriales- son ya por el sólo hecho de sentarse frente a las páginas del periódico o revista sujetos de información.
El columnista se convierte en un impartidor de noticia. Las produce, las analiza y comparte por lo tanto, el peso de las decisiones ya sean nacionales o estatales. Es imposible que no se sienta comprometido con el desarrollo del país o de su estado, sobre todo el político.
¿Hay una gran diferencia entre un editorialista y un columnista político? ¿Qué diablos significa ser columnista político? Alguien se ha de imaginar al columnista como un menú ambulante, una agenda atiborrada de citas que se inician a las ocho de la mañana, un maratón de encuentros en que sobre los huevos rancheros del desayuno los políticos abren la compuerta de sus confidencias. Y ahí está el columnista adivinándoles la intención. A veces es fácil detectarla, pero a veces el político en turno tiene un legítimo deseo de comunicar y ha escogido precisamente al interlocutor sagaz, al inteligente. ¿Le temerá? ¿A quién le teme el gobierno? ¿Quién detiene a los funcionarios? ¿A través de quién se manifiesta la opinión pública? Obviamente el columnista conoce la respuesta.
En el caso de algunos columnistas, muy contados, la información es casi siempre hirviente, espesa, algo así como un caldo de camarón capaz de levantarle la cresta a cualquiera (como ir de madrugada al hospital etílico de ‘Chico Julio’ aquí en Jalapa). Los columnistas son diferentes en todas partes de México. Aquí en Veracruz hay notables diferencias porque algunos se dejan avasallar por el “yo” o el sentimiento y se dedican todos los días a “escribir sus rencores” olvidando la objetividad que debe ser envidiable. A veces es bueno personalizar y ser severo porque la distancia que toma frente al poder le confiere una autoridad moral que no tienen los demás. Hay columnistas que saben que en política como en el periodismo lo que no puede perdonarse es la inocencia. Muchos no son inocentes. Y esa debe ser una de sus más severas, sus más puras cualidades.
Columnista es más que una profesión, más que una carrera
Más que una profesión, más que una carrera, el periodismo es un oficio que requiere del mismo entrenamiento que el del carpintero, el orfebre. Mucha paciencia. Hay que tener buen ojo pero también buena mano; es indispensable el “saber hacer”, la maña, el coraje, el “craftsmanship” de los gringos. Escribir un artículo es construir, colocar, cimbrar, escoger buena varilla para que los castillos sean sólidos y las paredes no se vengan abajo, asentarlo sobre una obra negra eficaz y verídica. La obra negra consiste en obtener la información, cerciorarse de que nada puede ser desmentido, que la noticia está sustentada en bases bien consolidadas, que ninguno podrá decir: “Esto no es verdad”. En cierto modo, el columnista actúa como la conciencia moral de los hombres en el poder. Una denuncia en la prensa debería ser el fin de una carrera política, sobre todo si ésta proviene de un columnista intachable. (Desgraciadamente, con perdón de muchos amigos, no existen) Muchos columnistas son cómplices. Rige aquella frase del general Obregón: “Ninguno resiste un cañonazo de 50 mil pesos” y pueden ser señalados con el dedo medio.
Hay, sin embargo, columnistas que todavía echan sus redes a todas horas y no dejan de escribir sus columnas ni siquiera mientras duermen. Se la pasan en el agua, a veces dulce, a veces salada, siempre procelosa y densa de la política. Y echan su red una y otra vez antes de regresar al anochecer a la playa a tatemar a sus presas. Regresan cansados pues en el mar de la política no sólo hay ballenatos sino orcas asesinas. El columnista, cuando quiere, los caza, y cuando no da en el blanco hunde el arpón en su flanco y ya no se debaten.
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