Pocas Palabras: Los niños de la barranca


Por María Elvira Santamaría Hernández

Por María Elvira Santamaría Hernández, egresada de la Facultad de Ciencias y Tècnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana
Por María Elvira Santamaría Hernández, egresada de la Facultad de Ciencias   de la Comunicación de la Universidad Veracruzana, desde Coatzcoalcos

Es muy común que a los indígenas de Chihuahua se les llame tarahumaras, pero ellos se definen como pertenecientes a la tribu rarámuri.
Allí, en la montaña, en una de las salientes de la barranca del Cobre, cerca de la vía de la estación de Creel, conocí hace algunos veranos a varios niños rarámuris, que en cuanto vieron a los turistas bajar del famoso ‘Chepe’, el viejo tren que recorre desde lo alto el profundo cañón, se agolparon para pedirles “un peso”.
Cuatro de ellos, contando a lo sumo 5 o 6 años insistían en su petición mientras caminaban al paso de los extranjeros en su mayoría colombianos y venezolanos, que arrastraban tras de sí maletas de tamaño mediano y mochilas en la espalda.
Uno de los viajeros colombianos entre acosado y conmovido, le dijo al chiquillo que lo seguía más de cerca: ¿y para qué quieres tú un peso? ¿Para qué te va a servir? Decía esto mientras recorría al pequeño con la mirada deteniéndose en sus pies descalzos y enseguida en los mocos que parecían congelados asomando apenas de su nariz.
El niño, su cara redonda, colorada por el frío y manchada por el tizne de la leña con la que cocinan y se calientan en su vivienda, mantenía la expresión de media sonrisa inamovible, inalterable, junto con el sonsonete que salía de sus labios: “un peso… un peso”.
El hombre dejó de caminar y comenzó a buscar en la bolsa delantera izquierda del pantalón, alguna moneda, mientras le decía que estaba muy mal que se convirtiera desde pequeño en limosnero. Los otros niños lo rodearon expectantes. El extranjero siguió buscando sin aparentemente hallar el dinero que ya era esperado como si hubiera sido una firme promesa. Al fin, con alivio encontró unas monedas de diferentes denominaciones y las empezó a repartir. De repente, el niño que inicialmente le había rogado por un peso, extendió su otra mano y le dio una rústica pulsera compuesta de semillas y cuarzos engarzados en una tira de cuero, acción que repitieron los demás. “Que te vaya bien”, le dijo, y se alejó corriendo.
El aire helado de la barranca hizo a todos apresurar el paso hacia el hotel donde descansaríamos. Sin embargo el colombiano tardó más en seguirnos. Permaneció unos instantes pensativo mirando a los chiquillos alejarse, para luego, caminar hacia la posada apretando en su mano las pulseras que le dieran a cambio de “un peso”.

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