


Por Ricardo Ravelo Galo

Espías y espiados
El sorprendido Calderón: ¿De qué se enteró Estados Unidos?
Si quieres que sepan lo que haces, habla por teléfono
El escándalo desatado tras conocerse que el gobierno de Estados Unidos mantuvo un discreto espionaje sobre el expresidente Felipe Calderón vociferó a propios y extraños en México. La práctica de espiar por parte de los estadunidenses es tan vieja que ya no debería sorprender. Es obvio que Estados Unidos mantiene bajo observación a casi todos los presidentes de América Latina.
En realidad, resultaba obvio que después de que el entonces mandatario mexicano le declarara la guerra al narco –aún con todas sus nefastas consecuencias– Estados Unidos mantendría los ojos abiertos sobre Calderón, pues les preocupaba qué decía en México, qué rumbo tomaría el crimen organizado y, claro, también seguramente quisieron saber si había corrupción en el seno del poder presidencial.
Por supuesto que las agencias de inteligencia norteamericana tuvieron acceso a mucha información secreta de la corrupción que prohijó Genaro García Luna, el policía de Calderón, quien al mismo tiempo que “trabajó” por la seguridad también se ligó a los intereses oscuros de la mafia.
También los norteamericanos seguramente conocieron de cerca las fallas de la guerra de Calderón, su alcoholismo agudo y enfermizo y sus decisiones acaloradas, pues al expresidente no se le deja de criticar por berrinchudo, caprichoso y limitado de neuronas, por decir lo menos de un hombre que con el poder en sus manos no escapó a su frenesí.
El escándalo que se suscitó por el caso de espionaje permite reflexionar que en México la tarea de husmear es tan cotidiana que es lo más común.
Todos espían. Y hasta los espías son espiados.
Espía el Cisen, pues no sólo utiliza los instrumentos tecnológicos y humanos para ver como está la seguridad en México. No. También espían a los políticos priistas y no priistas; a los reporteros, a los directores de los medios de comunicación, a los jerarcas de la iglesia católica, a los pastores protestantes, a los clubes de empresarios connotados y no connotados, a los policías y máximos jefes de la seguridad.
Se espía a los jefes del narcotráfico y a su vez el jefe del cártel de Sinaloa, Joaquín Guzmán Loera, hace lo propio a través de sus contactos y obtiene lo que quiere con solo dar una instrucción.
El caso más relevante fue la infiltración de la célula de los hermanos Beltrán Leyva en la PGR. Según el expediente del caso, Arturo Beltrán, llamado El Barbas, le pagaba a varios jefes de la desaparecida Siedo medio millón de dólares mensuales a cambio de información.
Y la PGR, a su vez, mantiene un constante rastreo de llamadas en la que capta comunicaciones de capos, sicarios y lavadores de dinero.
En una ocasión que fui a visitar a José Luis Santiago Vasconcelos a la PGR, al término de una larga charla en la que me habló del flujo de aviones no identificados que cargados con droga aterrizaban en el territorio nacional, me llevó a un espacio secreto de la Siedo (hoy Seido).
Abrió una puerta y luego otra hasta que entramos a un espacio donde había varios aparatos. Eran unas consolas que emitían sonidos y mantenían un constante parpadero de luces rojas, verdes y amarillas. Y al acercarse a aquellos modulares se escuchaban voces.
Era el centro de escuchas telefónicas supuestamente autorizadas por el Poder Judicial para darle seguimiento a las investigaciones sobre delincuencia organizada.
Según me explicó el extingo fiscal, en aquellos aparatos computarizados solo bastaba con digitarles un número telefónico con una clave para que durante el día y la noche estuviera constantemente grabando las llamadas que la persona intervenida realizaba a lo largo del día. Las cinta se comenzaba a girar tan pronto el personaje espiado decía “bueno” en su auricular.
La lista de personajes espiados era interminable y la memoria era casi infinita. Los equipos eran operados por un número selecto de personas de confianza que se dedicaban a grabar los contenidos y a revisarlos y analizarlos para obtener información sensible del narcotráfico.
Sin embargo, de esos equipos o quizá mejores se disponen en varias dependencias y para espiar no necesariamente requieren de una orden judicial. En México todo el mundo espía, pues muchos exagentes de la policía que se han quedado sin trabajo han puesto agencias de inteligencias: investigan homicidios en forma privada, dan seguimiento a casos relevantes y ofrecen servicios de escuchas telefónicas, pues en el mercado negro se obtienen todo tipo de equipos para realizar esas tareas.
De tal suerte que si el expresidente Felipe Calderón fue espiado, pues no resulta nada nuevo. El más sorprendido seguramente fue él, pues conoce sus pecados tanto como el gobierno de Estados Unidos.
Por eso hoy me suena y resuena el comentario que en aquella ocasión me hizo Vasconcelos cuando hablamos del espionaje en México.
Me dijo: “Si quieres que la gente y el gobierno se entere de lo que haces, habla por teléfono”.
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