Este 7 de diciembre, en la FIL de Guadalajara, presentación del libro Zetas, la Franquicia Criminal, de Ricardo Ravelo Galo


Por Ricardo Ravelo Galo

A pesar de la guerra de Calderón y Peña Nieto contra los cárteles de la droga, estos sólo se han fortalecido. El ejemplo más claro de ello son Los Zetas, uno de las organizaciones criminales más poderosas del mundo. En Zetas: La Franquicia Criminal, nuevo libro de Ricardo Ravelo publicado por Ediciones B México, se describe la red criminal de los Zetas, que incluyen el tráfico de drogas, armas y personas, así como los secuestros y extorsiones por todo el país. El prólogo de la obra está a cargo del investigador Edgardo Buscaglia. Con la autorización de la editorial, Variopinto ofrece un fragmento del capítulo 11, crónica de una visita que el reportero realizó al rancho «Las Palmas», abandonado por el hoy recluso Miguel Ángel Treviño Morales, el Z-40.

En los dominios del Z-40 

Por Ricardo Ravelo Galo

 Ricardo Ravelo
Ricardo Ravelo, egresado de la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana

El rostro del fotógrafo palideció cuando el guía que nos llevaría hasta Parás, Nuevo León, uno de los feudos de Miguel Ángel Treviño Morales, El Z-40, preguntó:

– ¿Están seguros de que quieren ir al rancho de Treviño? Yo les pido que lo piensen, anoche (martes 13 de agosto de 2013) hubo una refriega entre malosos en la zona y la carretera es muy peligrosa. Aquí no hay de otra: o nos disparan Los Zetas o nos paran para preguntarnos quienes somos. Si nos paran, ya chingamos; pero si nos disparan, pues nos chingamos. Hasta ahí llegaremos.

– ¿Y tú no tienes miedo de morir?– Le pregunté, mirándolo a los ojos.

– Mire, yo ya estoy más pa’allá que pa’acá. Tengo cáncer y a mí, la verdad, ya me vale madre todo. Ustedes dos son los que tienen que pensarlo, insistió.

Observé al fotógrafo. Sus ojos se hicieron aún más  grandes de la impresión o del susto. Me puse a pensar en lo difícil del escenario que nos planteaba el guía. Y, pensando en voz alta, dije: “A mí me pagan como reportero, no como héroe”, pero ya estamos aquí, en esta misión informativa y ni modo de rajarse”, aunque en realidad el miedo me estaba taladrando.

Heriberto podría ser tomado como un peligro si lo veían en la zona. Alto, un metro noventa de estatura, barba abultada, cerrada y piel morena, no podía andar por ahí porque, según el guía, “era el blanco perfecto”.

Le dijo el guía:

– Compadre, así como vienes, van a pensar que eres un talibán y nos revientan. Lo que nos puede salvar es que no llevamos armas.

Le sugerí al fotógrafo rasurarse la barba. No fue muy de su agrado. Acariciándose el abultado pelo negro dijo que lo que sí podía hacer, era recortarla un poco, pero el problema es que no llevaba tijeras ni herramientas de afeitar. “Ponte un sombrero y a ver si así la disfrazas un poco”, le dijo el guía.

– ¿Tú qué piensas, Beto? –Le pregunté mientras preparaba su equipo fotográfico.

Aunque es un trotamundos, supuse que se negaría a ir. Pero su respuesta fue contundente:

– Ya estamos aquí y hay que jugársela.

Todos guardamos silencio. Bajé mentalmente a toda la corte celestial y le dije al guía: “Arránquese, nos vamos ahorita”. Sentí un nudo en la garganta y retortijones en el estómago. Eran las 13:00 horas del miércoles 14 de agosto. En Monterrey, Nuevo León, la temperatura alcanzaba los 40 grados.

Dos camionetas arribaron al hotel donde nos hospedábamos. El guía nos dividió: “el fotógrafo irá en un vehículo de avanzada y tú, Ricardo, tú te vienes conmigo”. “Nos separaremos un kilómetro cada vehículo. Sin ven algo raro, mensajéame”, le dijo a su hijo, conductor del vehículo que iría por delante.

El trayecto se hizo largo en aquella ruta de concreto hidráulico caliente. Conforme dejábamos la ciudad de Monterrey, el calor aumentaba. El termómetro no mentía: 47 grados. El aire caliente golpeaba el rostro y recorría el cuerpo. Un golpe térmico brutal.

Dos horas después, apareció ante nosotros una carretera angosta, recta e interminable. “Ya estamos en los dominios de Los Zetas” –dijo el guía– si te fijas, no hay ni una brecha para huir”. Hacia los lados la carretera se cubre de matorrales, arbustos secos y tristes. El calor los derretía. Había, cada cierta distancia, rejas de madera y alambradas por donde se divisaban caminos de terracería marcados con rodadas de camionetas de llantas anchas. Según el guía, por esas rutas se llega hasta la frontera, se avanza unos 30 ó 40 kilómetros y se topa con el río Bravo y la presa Falcón, por donde los cárteles del Golfo y Los Zetas cruzan sus cargamentos de droga.

Las contadas casas en su mayoría están cerradas. La gente no sale a la calle y si lo hace es por una necesidad muy grande, pues Parás de día y noche parece un pueblo fantasma. “Aquí nada más quedan niños y ancianos”, dijo el guía. Los Zetas han acabado con todo: han asesinado gente, explotaron a las empresas que había, con cuotas millonarias y la mayoría cerraron. Los dueños se fueron de aquí.

El guía recuerda con orgullo: “Mira, en esa construcción –señala una estructura vieja y abandonada que está a la orilla de la carretera– había una empacadora de chile muy grande, pero el propietario ya no aguantó las extorsiones de Los Zetas y se fue. Nada más quedó el esqueleto de la construcción.

En los alrededores de la carretera hay ranchos inmensos: algunos tienen cercas de concreto, otras están sostenidas con alambres. Algunos predios son propiedad de pequeños capos que trafican con droga, al amparo de la impunidad; otros, de personas que combinan la producción de ganado con el narcotráfico y algunos más están abandonados porque los dueños fueron asesinados.

En dos horas y media de trayecto, ni una patrulla estatal ni federal apareció. Aquella zona no sólo está vacía de personas. También tiene un vacío de ley: todos los presidentes municipales de los alrededores son impuestos por Los Zetas y en ningún pueblo de esa comarca hay policías municipales. La única ley que impera es la de ellos.

Al llegar a Parás el sol cae a plomo. Son más de las tres de la tarde y el calor es seco, sofocante. Alrededor de unas tres o cuatro cuadras no se observa ninguna persona deambulando. Ni perros hay en la calle. Una tienda de abarrotes, ubicada en la calle principal, está cerrada. Su fachada es ruinosa. Los depósitos de cerveza parecen llevar meses con las cortinas bajadas y las casas dan la impresión de ser bultos en medio de la oscuridad: puertas cerradas, cortinas corridas y un silencio pesado las envuelve. Ni una silueta humana se asoma por las ventanas. En otras casitas apenas y se filtra la luz mortecina de una habitación.

Las avenidas, largas y pavimentadas, parecen surcos vacíos. Hacia las seis de la tarde, a lo lejos, se observan tres chicas que dan vueltas en una cancha de básquetbol. Sólo las acompaña su sombra. Es lo único que se ve. Y en el Club de Leones, antiguo centro de reuniones, hoy es un campo de fútbol que utilizan algunos soldados para jugar y matar el tiempo, mientras las camionetas con droga van camino a la frontera.

A la entrada de Parás está ubicado un rancho imponente. Cuenta con más de dos mil hectáreas y está cercado con barda de cemento, signo de la prosperidad que tuvo en algún tiempo. De acuerdo con la historia que cuenta un lugareño, el predio era de un “gringo mafioso” que tenía relación con Miguel Ángel Treviño Morales, El Z-40. Un día le dijo: “te vendo mi rancho”. Treviño sacó su pistola y le disparó en la cabeza. Luego le ordenó a sus gatilleros: “El rancho ya es mío, pueden ocuparlo”.

Hacia el año 2007, el jefe de Los Zetas compró otro rancho fastuoso que está a 15 minutos del centro de Parás. Se llama “Las Palmas”. Son 3 mil 500 hectáreas donde Treviño Morales criaba venados de cola blanca y ganado Brahman. Cada ejemplar, se dice en el pueblo, llegaba a costar hasta 200 mil dólares y tenía varios miles de ellos. El rancho fue propiedad de Alesio García, mejor conocido como El Huarachón, quien se lo vendió a Treviño Morales.

El lugareño que hallamos en Parás contó que conoció al Z-40 y que llegó a ser uno de sus empleados en ese rancho. Con base en la información de que dispone, dice que el jefe de Los Zetas jamás solía andar por esos lares con dos personas armadas. Traía mucha gente siempre con él. No se arriesgaba.

– ¿Cómo recuerdas a tu patrón? –Le pregunto.

– Yo lo recuerdo moreno, chaparrito y muy delgado. La verdad, no se parece a la persona que presentaron las autoridades, el día que dieron a conocer su detención. El vestía pantalón de mezclilla, camisetas, botas y a veces bermudas. A esa persona que vi por la tele, no la reconozco como mi patrón. Mi patrón era más moreno, más bajito y más delgado que la persona que presentaron en la televisión.

“Siempre llegaba al rancho al menos con diez o veinte camionetas con personas armadas. Los vehículos comenzaban a llegar uno por uno y al final o en medio venía él. A veces pasaba mucho tiempo sin que se apareciera por el rancho, pero cuando iba a llegar nos llamaban y nos decían: váyanse al rancho, enciendan las luces y prendan los climas, porque el patrón llega como en una hora.

“Y entonces nos jalábamos en chinga para el rancho. Nosotros vivíamos cerca de ahí y llegábamos muy rápido. Prendíamos la planta de luz y los aires acondicionados, poníamos cervezas en los refrigeradores y preparábamos todo para que llegara el patrón”.

Las dudas del lugareño y exempleado de Treviño coinciden con las que dieron a conocer algunos medios de comunicación tras su detención, en julio pasado. En las fotografías oficiales se observa al Z-40, en efecto. La cara redonda y los pómulos expresivos. A simple vista, la estatura no coincide con la persona que supuestamente detuvo La Marina. Sin embargo, para el gobierno federal no hay duda: el detenido sí es el Z-40 y la DEA corroboró su identidad, según las versiones oficiales, mexicana y estadounidense.

De su forma de vida, siempre a salto de mata, el lugareño dijo que el Z-40 solía arribar al rancho Las Palmas entre las dos y las cuatro de la madrugada. Llegaba con diez o veinte personas, cenaban y tomaban algunas cervezas y luego se encerraba en su habitación. Al día siguiente desayunaba lo que había: huevos, carne seca, café… y a veces permanecía uno o dos días. Durante su estancia en el rancho, mataba entre 15 y 20 venados, pues practicaba la cacería.

El rancho es impresionantemente grande y la casa o el casco sólo tiene seis habitaciones, varios baños y un corredor amplio. A un lado de la propiedad, el Z-40 mandó construir una fosa para enterrar a sus víctimas, aunque según el lugareño “la agarraba de bodega” para almacenar drogas.

La recámara donde dormía Treviño Morales no es muy grande. Debido al paso del tiempo –se observa que está abandonada desde hace mucho– existen algunos muebles: una cama grande, colchones regados, una sala café destruida, guantes, botas viejas y los huecos de algunos sistemas de aire acondicionado.

Publicado en: http://www.variopintoaldia.com/nota.php?id=992#&panel1-3

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