En Pocas Palabras: La manía del papel


Por María Elvira Santamaría Hernández

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Fotografía de Ricardo Luna Aburto, egresado de la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana

Por María Elvira Santamaría Hernández, egresada de la Facultad de Ciencias y Tècnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana
Por María Elvira Santamaría Hernández, egresada de la Facultad de Ciencias y Tècnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana

Mi conciencia ecologista tiene un lado ciego y creo que también sordo, sin olfato y sin tacto. Toma un estado catatónico cuando se trata de utilizar papel en cualquiera de sus formas. Me gusta tanto. Me atrae irremediablemente; sea de periódico, de baño, de libreta, a rayas, blanco o cuadriculado.

Quiero poseer y disfruto tocar todo tipo de papel, sea maché, cascarón, reciclado, a colores o de estraza. Entro en las grandes papelerías y recorro los estantes atiborrados de artículos de oficina, hasta encontrar los cuadernos, las libretas y…la gloria: los pliegos de papel.

Me fascina el brillo del papel lustre, sus intensos colores. La textura del papel crepé y su particular sonido al roce de los pliegos. Las cartulinas en sus tonos pastel, el delicado y a la vez resistente papel de china, cuya vitalidad de fiesta lo mismo envuelve una jubilosa piñata, que decora solemne un tradicional altar de muertos.

Me gusta el papel que envuelve los regalos encerrando una sorpresa. El enigmático celofán, capaz de dar matices inesperados a cualquier cosa. Guardo notitas de colores, tarjetas portadoras de buenos deseos de seres queridos, invitaciones y agradecimientos. Me duele deshacerme de las cajas de cartón, pero imposible conservarlas, por más que les busco segundos usos. Recuerdo cuando bautizaron a mi nieta Fernanda y de todos los regalos que recibió, el que la hizo más feliz fueron unas enormes cajas de cartón que le llevó su tío Fer y en las que, convirtiéndolas en toboganes, se metía y salía sin parar.

El papel bond, el cuché, el de tono mate, el brillante, el satinado. Las servilletas y los pañuelos desechables. Asi como el papel picado, el confeti y las serpentinas, que me traen acordes de posadas y de mañanitas.

En papel va quedando nuestra huella. Desde el acta de nacimiento, hasta el de defunción. Da cuenta de lo que obtenemos y lo que perdimos. Atesora retazos románticos de nuestra juventud en algún poema escrito, copiado o inventado al amparo de lo que suponíamos el más inmenso e inolvidable amor y da voz a los últimos deseos de un moribundo en su postrer adiós.

Calificaciones y correcciones de mis maestros también quedaron plasmadas en papel al igual que en mi mente. Los telegramas de mi padre enviándome dinero para seguir estudiando, siempre acompañados de un mensaje de aliento y de cariño.

También el papel de algunos libros me ha transportado a épocas y sitios remotos, a escenarios fantásticos. Me ha puesto imaginariamente frente a estadistas y pensadores, a santos y perversos. Me mostró Macondo y los vericuetos de París. La grandeza de hombres y mujeres mexicanos y la ruindad de otros. Me transformó en adulto cuando era niña y me ha hecho niña ahora de adulto.

También me ha arrullado y hecho llorar y reír. He dormido al lado del papel escrito por mi madre y he vuelto a releer las tarjetas con pensamientos escritos por mi esposo. Treinta y siete años ha que las conservo. Son papel precioso para mí, como lo son sus sentimientos.

Amo el papel fotográfico desmesuradamente. Detengo el tiempo cada vez que imprimo una instantánea y como se podrán imaginar, acumulo miles de instantes familiares, repasándolos en momentos de soledad.

Pero, qué ironía. Ahora mismo ya no estoy utilizando un papel, sino la endemoniada “tablet”, este adictivo instrumento que amenaza el mundo de papel que tanto me gusta.
No obstante, si por un momento salgo de mi caparazón autista, tendría que preguntarme con cierto remordimiento, cuántos árboles ha talado todos estos años, mi manía por el papel.

Que estén bien.

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