Por Gonzalo López Barradas
“Libertad de expresión: en recuerdo del
periodista número uno, Manuel Buendía”.

Esto ya se ha publicado y como chiste circula desde hace tiempo entre políticos viejos. Sin embargo, el cuento puede volverse actual, según las circunstancias que decida manejar el conversador. Por las dudas, de acuerdo al lugar en que uno se encuentre, habría que tomar la precaución de decir como en las películas: “Cualquier semejanza con hechos y personajes de la vida real, es sólo una divertida coincidencia”.
Había una vez en una ínsula en donde el poder se transmitía por herencia, aunque propiamente el gobierno aquel no era una monarquía. El jefe en turno, llegada una fecha del calendario, simplemente llamaba a uno de sus colaboradores y le decía:
“Tú serás mi sucesor”. Los demás hombres importantes de la política aceptaban esta decisión sin replicar porque así convenía a los intereses de todos.
De esta manera la ínsula era gobernada más o menos en paz, aunque ciertos problemas comenzaban a formarse en lo profundo de la conciencia popular, y amenazaban convertirse en epicentro de un movimiento telúrico.
EL desempleo, la carestía, la inseguridad y la corrupción eran sólo cuatro –aunque los más graves- de un buen conjunto de síntomas preocupantes.
Así las cosas, cuando el gran jefe llamó a uno de sus colaboradores para informarle que lo había escogido como sucesor, éste se mostró extraordinariamente halagado y satisfecho… al principio. Pero pasados unos minutos, le habló con franqueza a su benefactor:
-Me alarman los presagios de que el próximo gobierno, o sea el que me tocará encabezar, tendrá que enfrentar problemas que tal vez sean superiores a mis fuerzas, más si se toma en cuenta mi falta de experiencia política.
El todavía jefe máximo, sonrió, le palmeó la espalda y repuso.
-Las mismas aprensiones tenía yo cuando fui llamado por mi antecesor, aunque has de reconocer que entonces las cosas estaban peor que ahora.
-¿De veras? Me parece que no me heredas un lecho de rosas.
-Bueno, bueno, si acaso no te gusta…
-Oh, no. Como gustarme, me encanta. Sólo que… En fin, no puedo dejar de sentir miedo. ¿No tendrías por ahí alguna especie de talismán o secreto mágico para que yo pueda sortear las dificultades que me esperan?
-A eso iba, precisamente. Quiero hacer por ti lo mismo que hizo mi antecesor, y me sospecho que también todos los anteriores jefes políticos de esta ínsula. Toma estos tres sobres. Están numerados progresivamente. Los irás abriendo en el orden que se te presenten los problemas. Dentro de cada sobre está indicado lo que debes hacer.
Y he aquí, tal cual estaba previsto, el nuevo gobierno comenzó. Tan feliz estaba el recién estrenado que durante unos meses sólo tuvo tiempo para pronunciar discursos que eran cada vez más brillantes según sus panegiristas.
Antes de un año, sin embargo, los problemas -generados en lo profundo del ánimo popular- empezaron a hacer explosión.
El pueblo exigía seguridad, los trabajadores de la educación pedían mejor salario. Ya estaban cansados de conceder treguas al gobierno y de recibir a cambio elogios de éste por su patriotismo y su espíritu de sacrificio y comprensión.
“¡Queremos seguridad y empleos!”, decían las mantas en las manifestaciones callejeras y frente al Palacio de gobierno.
“¡Ahora que se sacrifiquen los funcionarios y los políticos!”, gritaban los oradores en las plazas y calles, por todos los rumbos de la ínsula.
Pero los diputados, funcionarios y políticos se mostraban muy poco dispuestos a tomar su lugar en la cama de clavos. Ellos decían que el nuevo gobernante estaba obligado a respetar, con rigor, la teoría de la planeación democrática, bandera tremolada durante la recordable campaña electoral y que atrajo los votos, según dijeron, de los empresarios y el pueblo que tiene la forma de un embudo, con la parte más ancha del lado de la respetable clase política.
Con el horno, pues, a punto de reventar, el novel gobernante ha recurrido al primero de los sobres. Lo abrió en secreto, dentro de un closet para que nadie se diese cuenta de que estaba tan urgido de un consejo oportuno.
Había una hoja de papel con esta sola frase: “Échame la culpa”.
Inmediatamente, el nuevo jefe dio instrucciones a su secretaria de Desinformación. Trucos sucios. Similares y Conexos para que desatara una campaña en contra del anterior, a quien se acusó no sólo de haber heredado los problemas en curso, sino hasta de sabotear las instituciones, en torva alianza con otros actores que dejó dentro de la administración.
Los controladores cumplieron podría decirse a medias eficazmente su parte; la gran prensa condenó a los “emisarios del pasado”, y al antecesor lo mandaron de embajador a un archipiélago más allá de las islas Fidji. Así se planeó. Así se hizo.
Aparentemente la calma retornó a la ínsula. Pasaron varios meses de relativa calma. El jefe de gobierno creía tener todo bajo control; pero casi súbitamente reventó el escándalo.
Se descubrieron casos de corrupción que involucraban a funcionarios importantes. Hubo asesinatos proditorios de periodistas. El clero y la iniciativa privada se unieron en una competencia para ver quién tenía más. Grupos cada vez más grandes de maestros, obreros y campesinos –furiosos porque se le había engañado- llegaban hasta la ciudad capital para pedir la solidaridad de la gente. Juntos se lanzaban a las calles y el ejército y la marina comenzaron a tomar providencias para hacerse cargo de una situación que la policía no daba trazas de poder controlar.
El nivel de crítica en los medios menos importantes había subido notablemente. No así en los diarios, revistas, radio y televisión oficiales.
En tan difícil trance, el gobernante se acordó nuevamente de los sobres. Abrió el segundo. La hoja decía: «Reorganiza el gabinete”.
Al punto hubo ceses, remociones, algunos emocionantes “enroques”; un ministro fue a para a la cárcel acompañado de un buen número de empleados menores.
Podrá parecer increíble que la calma haya renacido; pero no se olvide que ese pueblo en el fondo era bastante ingenuo. Recuperó su “fe en las instituciones” –como se decía en la retórica oficial- con sólo ver que se hacían unos cuantos escarmientos.
Todo, empero, tiene un límite. Hasta la ingenuidad. Y ocurrió entonces que a los cuantos meses el mundo entero se estaba viniendo encima de aquel asendereado jefe insular.
Ahora ya no un sector, sino la sociedad entera está en vilo. Rápidamente acudió al sobre que quedaba. Lo abrió con febril ademán. Pero la hoja de papel sólo aconsejaba: “Haz tres sobres”.

