por Luis Velázquez
•La muerte de los abuelos
•La extensa agonía de la abuela
•La mascota que falleció de un síncope y fue el dolor más agudo


Todos, desde niños, quizá adolescentes, conocemos la muerte a través de la familia. Un padre. Un abuelo. Un tío.
Quizá un amigo en la escuela que padezca una enfermedad incurable. Hay casos, claro, que de niños conocieron el dolor de la muerte porque una compañerita, una noviecita platónica, habría fallecido, digamos, con su familia en un accidente automovilístico.
Jorge Arias, por ejemplo, conoció la muerte hacia los 10 años de edad cuando muriera su abuelo materno. Don Abraham era un campesino alto y fornido, que parecía un gigante y gustaba de disfrazarse de Godzila en las noches decembrinas para asustar a los nietos.
Murió de un síncope cardiaco. Un ataque al corazón cuando estaba con su nieto en el parque del pueblo un fin de semana que fuera de visita con la familia. Por fortuna, murió saboreando un barquillo de nieve de limón a la sombra de una araucaria que daba mucha sobra a una banca de fierro colocada en el centro de aquel zocalito del pueblo donde al salir de misa donde todos se sentaban a tomar el fresco del verano.
El niño de 10 años salió corriendo cuando el abuelo se fue de lado sobre la banca hasta llegar a su casa a unas cuadras, informar a su madre, y todos salir corriendo en estampida.
LA TRÁGICA MUERTE DEL OTRO ABUELO
La segunda vez que conoció la muerte fue con el abuelo paterno. También, campesino. Ocurrió en la temporada de lluvias.
El abuelo, don José, fue sorprendido en su parcela a orilla del río Jamapa por una tormenta que luego enseguida se tradujo en huracán. Pero el golpe del agua en el río fue tan insólito y tremendo que luego enseguida el río se desbordó. Y cuando el abuelo cruzaba el río montado en su caballo, el agua lo fue arrastrando aguas abajo. El caballo pudo sobrevivir, con pataleos desesperados salió a la otra orilla, pero el abuelo se chispó del caballo y el río Jamapa, desbordado, un tsunami, se lo llevó.
Fue un viernes a las 7, 8 de la noche, ya de noche, y por más que sus hijos y los amigos lo buscaron alumbrándose con lámparas, nunca encontraron el cuerpo, sin ninguna esperanza de hallarlo con vida.
Hasta el otro día cuando en el amanecer la búsqueda se reanudó, el cadáver fue descubierto en una orilla donde el río hacía curva y unas piedras gigantescas lo detuvieran. Jorge Arias vio a su padre llorar en silencio, quizá, acaso, escondiendo las lágrimas para mostrarse lo más firme posible ante la familia, tan acostumbrado como había sido educado a nunca mostrar sus sentimientos.
LA MUERTA QUE SONREÍA
La abuelita Susana murió cuando también era niño. Quizá cuando estaba egresando de la escuela primaria. Un paro cardiaco la fulminó en su cama donde llevaba una, dos semanas, convaleciente de una neumonía. Pero su frágil cuerpo a los 80 años de edad, delgadita y flaquita, cada vez más encorvada, reducida a casi nada, una figurita de trapo, una muñequita de la séptima década, fue incapaz de resistir los estragos de la enfermedad. Le faltó tiempo para despedirse. El ataque cardiaco la sorprendió. Le dieron de comer una sopita de fideos bien triturada y apenas y probó el caldito y dijo que tenía mucho sueño. Murió a los 15, 20 minutos, sin decir adiós, lúcida como estaba. En sus labios quedó la mitad de una sonrisa, como si en el momento soñara con una dulce y agradable visión onírica, ella que todas las noches solía tener muchos sueños apenas ponía la cabeza en la almohada.

LE DOLIÓ MÁS LA MUERTE DE SU MASCOTA
En la infancia, Jorge Arias también conoció la muerte. Fue con un perrito, su mascota, que papá le había regalado porque estaba ansioso de una hermana y como la economía familiar andaba tan mal y sus padres evitaban la procreación, le llevaron el animalito.
Todos los días lo sacaba a pasear cuando la tarde era fresca, luego de hacer la tarea escolar. Unas veces hasta se lo llevaba al parque para lucirlo y presentarlo a los amiguitos. Se llamaba Michael, como el cantante de color que de color negro era el perrito. Dormía a su lado, en su cama. Y antes que el despertador sonara para arreglarse, desayunar y partir a la escuela, el perrito lo despertaba lamiéndole las manos y a veces hasta la cara.
Un día, Michael también murió, oh paradoja, de un síncope cardiaco. Estaba enfermo. Y en el pueblo, hacia mitad del siglo pasado, ni siquiera se conocían los veterinarios ni menos la práctica de que también los animalitos necesitan un médico.
Desde entonces, y por el resto de su vida, Jorge Arias siempre ha rehusado volver a tener un perrito ni tampoco encariñarse con otros porque el dolor de entonces jamás lo ha olvidado y resultó peor, y por desgracia, que la muerte de sus abuelos. La vida es así de misteriosa
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