ALVARADO, AÑORO MI ESCUELA “BENITO JUÁREZ”. + Un crimen haber derribado el edificio… + Fue un ícono para muchos alumnos como yo… + Mi madre, parte de esa historia escolar…


alvaradopor Ruperto Portela Alvarado.

 

     

Por  Ruperto Portela Alvarado, egresado de la facultad de Ciencias   de la Comunicación de la Universidad Veracruzana, desde Tuxtla Gutiérrez, Chiapas
Por Ruperto Portela Alvarado, egresado de la facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Veracruzana, desde Tuxtla Gutiérrez, Chiapas

       Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. 22 de junio de 2016.- Dicen los estudiosos que es en la infancia y juventud cuando se forman, fijan los recuerdos mentales, por lo que creo que es cierto cuando hay casos y momentos que no se me habrán de olvidar jamás como mis tiempos de alumno de primaria en mi inolvidable y querida escuela “Benito Juárez”, de este noble pueblo que se llama Alvarado.

            Yo sí recuerdo a mis maestros y, con mucho cariño, pues fueron quienes me enseñaron, como la maestra Ángela Carmona Rojas a leer y escribir y a quien en un acto de agradecimiento le dediqué mi tesis de Licenciado en Periodismo titulada: “Análisis del Impacto Educativo Profesional en el Desarrollo del Ejercicio Periodístico en el Estado de Chiapas”.

            Fueron mis maestros  figura principal en la formación profesional de muchos compañeros, cuya base era en ese entonces la primaria, pero también es una añoranza el edificio que nos albergó por seis años como Escuela Primaria “Benito Juárez” y al lado derecho la “Josefa Ortiz de Domínguez”. Un inmueble que tenía al frente ocho enormes pilares y en medio, una escalinata de casi quince peldaños que nos llevaban primero a un amplio corredor; una puerta que me parecía monumental –como las de las iglesias— hecha de madera que creí que nunca se habría de desbaratar.

            Con sus paredes altas y techo de tejas, la escuela tenía al frente del corredor que daba a la calle Guerrero, cuatro balcones, dos del lado derecho que correspondía a la “Benito Juárez” y otros dos en el de la “Josefa Ortiz de Domínguez. El corredor daba desde la calle Nicolás Bravo hasta el callejón de Francisco Javier Mina. Por ambos lados el edificio tenía cuatro balcones que hacían del mismo una obra arquitectónica para su tiempo.

            Entrando a la escuela, del lado derecho estaban los salones de primero, segundo, tercero y cuarto año de la “Benito Juárez” y al otro lado izquierdo, el primero, segundo, tercero y cuarto grado de la “Josefa Ortiz de Domínguez, ya que era una escuela mixta (niños y niñas) que en el quinto y sexto grado se juntaban en la “Benito Juárez”. Debo recordar que todo el alrededor de la escuela y los salones tenían un corredor majestuoso con sus pilares; en medio del patio una fuente con su asta, donde por las mañanas, todos los días, a la entrada a clases y al medio día, después de recreo, hacíamos honores a la bandera.

            Al fondo estaba un escenario de casi diez por cuatro metros con un árbol de “cabeza de mono”. También había al final un matorral donde jugábamos y corríamos. No se me puede olvidar que por donde estaban los baños de hombres, al lado derecho, había un bebedero de agua al que le apretábamos y salía el chorro hacía arriaba y lo parábamos con la boca. En ese tiempo los desayunos escolares eran sustanciosos con una enorme torta de jamón, queso y frijoles bayos o, un plato con dos huevos, frijoles y plátanos fritos. Además, un vasote de leche vitaminada con chocolate. Nos iba muy bien a los jodidos, que casi éramos todos los alumnos.

            Fueron tiempos maravillosos de niños hiperactivos y traviesos que en mi caso “volaba” los balcones a la hora del recreo para ir a tomar agua o algo de comida a mi casa. Nomás cruzaba el terreno de Don Juan Fuja (que nunca supe su nombre de pila) por un caminito que daba desde el callejón de Mina hasta la madero. Creo que fui de los pocos niños que iba descalzo a la escuela pues me lo permitieron hasta que en quinto año el profesor Rafael Hernández Lara me sentenció: “si no te pones zapatos, no te dejo entrar al salón”.

            En primer grado tuve tres maestras: Melbis Máquez, profesora Catalina y finalmente Ángela Carmona Rojas que digo yo, fue la que me enseñó a leer y escribir. En segundo Melbis Márquez, en tercero Matilde Carmona, en cuarto Melbis Márquez, a la que le teníamos, sino miedo, si respeto porque era mujer de mucho carácter y enérgica.  Ya para quinto año me tocó con el maestro Rafael Hernández Lara y para sexto, Rafael Delfín Almeida “Yito”, quien nos organizaba viajes a México y otras partes del Estado con casi todo pagado.

            No podría faltar en el escenario mi madre Gregoria Alvarado Valerio, mujer de temple que nunca se rajaba para la chamba. Ahí, en unos pasamanos del corredor interior, vendía naranjas peladas, con chile y para los que les gustaban, carbonato. Era diestra en pelar naranjas con unos cuchillos especiales que le afilaba mi padre, Celedonio Portela Sánchez. Muchas veces le ayudábamos mis hermanos y yo porque también vendía dulces de leche, coco con leche, melcochas, de cacahuate y hasta de zapote mamey. Yo digo que nos iba bien con la venta mientras mi papá seguía con su tarea del taller de reparación de zapatos.

            Todos esos recuerdos me llevan a pensar que autoridades irresponsable, inconscientes nunca pensaron en la historia de vida que albergaba ese edificio de la escuela “Benito Juárez” y “Josefa Ortiz de Domínguez” y que en vez de derruirla hubiesen remodelado. No que en su lugar construyeron unos cuadros sin estructura arquitectónica como la que si tenía mi escuela, la que añoro por tantas cosas; por los que vivían alrededor como don Pablo Román y doña Olga Azamar que tenían una tienda donde comprábamos dulces, paletas y sus hijos, Paula, Güicho, Pancho y Kaly eran nuestros amigos en ese tiempo.

            Doña Lencha, quién frente de la escuela tenía una miscelánea donde además vendía dulces y chicles. Era regañona, malhumorada al contrario de su esposo apacible y atento. Pero siempre íbamos a comprarle, no sé por qué. Al costado, para el lado de la calle Bravo, vivía un señor de apellidoCuellar que tuvo un restaurante llamado “La Costeñita” en el primer mercado de Alvarado y luego en el nuevo, que lo recuerdo porque ahí, junto a su rockola ponía yo –a mis diez años– mi cajón repleto de flanes congelados y oyendo las canciones de la Sonora Santanera.

            Por eso, como dice la canción, “todo lo recuerdo ahora” y mi nostalgia, mi añoranza por aquella escuela de enormes pilares, balcones, la fuente con su asta bandera, el árbol de cabeza de mono y mis maestros, son parte de la historia de mi vida, como dije antes. RP@.

Con un saludo desde estas tierras del pozol, el nucú, la papausa y la chincuya…

Para contactarme: rupertoportela@gmail.com

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.