por María Elvira Santamaria Hernández.

Durante varios años, en la vitrina, delicadas y rústicas piezas de porcelana lucieron colores y texturas en una apabullante muestra de belleza y contrastes.
Después, un temblor intenso y prolongado sacudió el estante en que se exhibían las apreciadas figuras, y como dominó fueron cayendo una a una hasta el despiadado suelo que las recibió con el estrépito de su ruptura.
Esparcidos en el piso quedaron pequeños y grandes trozos multicolores. Ninguna pieza estaba incólume. Las formas originales se habían roto o al menos astillado. La sobria elegancia que antes lucían ordenadas desde el pedestal del trinchador se había convertido en un mar de confusos e irregulares pedazos que en su sin sentido, parecían crear nuevas objetos con un destino diferente.
Uno a uno, alguien, que seguía percibiendo la belleza original en la ahora dispersa policromía , fue recogiendo con parsimonia los guijarros; y sin pretender recuperarlos tal y como estaban, fue uniéndolos con espontánea y callada habilidad.
Al paso de los días y los meses, de la aparente arbitraria colocación de los pedazos, comenzó a surgir un nuevo mosaico que entremezclaba lo que antes del desplome de la porcelana hubiera parecido incompatible, conformando un artístico y multicolor mural, de singulares y armoniosos claroscuros.
El sitio donde hoy ha quedado este mosaico, recibe luz desde las primeras horas y cual si fuera un vitral, permanece brillando todo el día.
(Dedicado a las Plancartinas)
