por Pedro Cruz

En marzo del año pasado desperté con la oscura y mórbida ansiedad de conocer, en vivo y a todo color y olor, al mismísimo señor Diablo.
Había llegado al final de mí mismo, como cuando conduces en una carretera sin señalización y luego, de repente, el camino se bifurca; tienes apenas unos segundos para decidir una ruta al azar.
Así iba mi vida en aquel momento, en una espiral sin fondo. Acababa de cumplir 47 años; reflexioné un momento en la cama sobre mi edad y más tarde, mientras corría las persianas para que entraran unos tímidos rayos de sol, comprendí que estaba sólo en el mundo, como un agente de tránsito en la autopista desierta sin nadie a quién multar.
A los 47 murió Simón Bolívar, el libertador de América, el hombre que soñó un solo país, desde el Río Bravo hasta la Tierra del Fuego.
Estaba tan consumido que parecía de 70. El caudillo de la independencia Latinoamericana, en guerras inacabables se hizo viejo prematuramente.
Me miré al espejo desnudo, di gracias no sé si a Dios o al Diablo, por haber nacido en la era del avance científico con la protección de la penicilina y los condones.
El ejercicio me mantenía en un cuerpo de muchacho, aunque mi cabeza pintaba ya canas y el colágeno de mi piel me había abandonado desde los 30 años.
Yo en cambio abandoné a mi familia cuando mi mujer me sorprendió con mi amante, por cierto, mucho menos agraciada que ella, pero con chispa; en cambio de qué le sirve a una mujer la belleza del cuerpo si le falta “feeling” para algunas cosas.
No me permitió volver a entrar a su cama y tuve que emigrar al piso 14 de un edificio de departamentos de la colonia Condesa desde donde divisaba la parte romántica del Distrito Federal.
Como traductor en jefe de una de las editoriales más importante del País trabaja seis meses y descansaba seis. Ganaba bien, porque se necesita más que talento para traducir a los clásicos y a los libros raros.
Tenía tiempo suficiente para encontrar al Chamuco, a Lucifer, a Belzebú, pero no en cualquier parte ni en cualquier momento se aparece el Diablo, así que tenía que actuar con rapidez.
Lo complicado era que mi motivación para ver al ángel caído del cielo, aquél que se reveló al poder infinito de Dios, era puramente literario.
Acaba de terminar la traducción de un capítulo en latín del Codex Gigas o el Códice de Satanás, un antiguo manuscrito medieval escrito a principios del siglo XIII por el monje Herman el Recluso, pero dictado por el Diablo.
Lo que había traducido eran un pequeño tratado sobre curas medicinales y encantamientos mágicos que me parecieron, como muchas otras personas que han opinado del libro, una literatura extraña, fascinante, rara e inexplicable, así que valía la pena conocer en persona a su autor.
Mi única referencia era Catemaco. No conozco en México algún otro sitio donde se aparezca Belcebú con tanto estruendo y suntuosidad.
Puse apenas lo indispensable en una maleta y emprendí la huida en busca de Satanás; pensé en una canción de Sabina, “es falso lo que te han contado los curas de mi”.
Manejé como poseso 500 kilómetros, haciendo paradas indispensables para recargar combustible y pasar a los baños sucios de las gasolineras.
Pardeaba la tarde cuando entré a Catemaco que estaba convertido en un jolgorio por el Congreso Internacional de Brujos.
Traía una referencia de la doctora Ida Prampolini.
—Busca a Chagala, me había dicho, sin más detalles.
-–¿Dónde vive Chagala?, le pregunté a un agente de tránsito; no supo darme razón.
Un vendedor de frutas que paraba la oreja en la esquina y que escuchó la pregunta me cuestionó :”¿Cuál de todos los Chagalas?.
—Hay como diez familias con ese apellido, dijo.
-Puta madre, agregué,
—- El brujo.
Me dio señas ininteligibles.
—-Vaya por esta calle, luego doble a la izquierda, luego suba tres cuadras a la derecha y ahí pregunté otra vez.
Como pude lo encontré. Me sorprendió que Chagala, el brujo mayor de Catemaco, el chamán que convocaba al Diablo cada año, era un médico cirujano reconocido en la zona por su adiestramiento científico y no tanto por su liturgia pagana.
Esperaba encontrar a un hombre con vestimenta estrafalaria y un cuarto con cabezas de pigmeos disecadas, colgadas en el techo.
Localicé a un tipo con bata blanca, en un cuarto aséptico, rodeado con instrumental quirúrgico y muebles propios para la ciencia médica.
Pensé que me había equivocado, pero no.
—¿Para qué quieres ver al Diablo?, preguntó mientras se aflojaba el nudo de la corbata.
-–Los motivos son siempre los mismos: dinero, amor o salud–.
—¿Qué te hace falta?.
—Todo eso tengo, le respondí.
—Mi interés es meramente literario.
Mi miró intrigado, como se observa a un bicho raro a través del cristal del microscopio.
––Lo reconozco como un gran escritor y quiero verlo cara a cara, le expliqué.
—-Mira, —dijo Chagala–, si pagas los cinco mil pesos, no hay problema, a mí los motivos no me incumben.
—Mi única misión es llevar a todas las almas que pueda por su propio pie a la higuera, pero primero hay que “palmar”—, explicó mientras abría la palma de la mano y simulaba contar billetes.
Chagala me explicó más tarde que era un brujo de quinta generación; que su tatarabuelo, hacía más de 200 años, cuando el Diablo se paseaba vestido de catrín en las polvorientas calles de Catemaco en un caballo blanco que arrojaba fuego por los belfos, hizo un pacto que terminaba en el año 2018 con él.
Sus hijos ya no seguirían la tradición, pero tenía que terminar su misión de enlace. El dinero lo donaba a una institución filantrópica para niños con cáncer.
–-El Diablo no es tan malo como creen, me advirtió.
––Mañana te espero a las siete de la tarde aquí en el consultorio para partir al rancho Constancia a la higuera milenaria; el Diablo bajará a las doce de la noche con 12 minutos y 12 segundos, entonces tendrás la oportunidad de exigir, no de pedir, de preguntar todo, todo es todo amigo, no te limites, subrayó Chagala con una risa-mueca que no pude descifrar.
Pero te advierto que, primero, junto a la higuera, tendrás que bailar, “ porque al Diablo le gusta el rock”.

Tengo entendido que a Luzbel o Iblis le encanta escuchar a Mick Jagger, Sir Michael Philip «Mick» Jagger, cuando entona con los Rollign Stones la sublime composición SIMPATÍA POR EL DIABLO.
Si no la has escuchado hazlo mi buen Pedro.
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