
Un hombre atravesó el umbral de la puerta y se adentró en el establecimiento. Detrás dejó el sol, un oficial de tránsito sobre el crucero y los rayos sulfurosos de las cinco de la tarde que caían sobre la calle.
El establecimiento, por dentro, era verdoso con mesas del color de la madera, en su parte superior. El aparador, que se fue elevando frente a él, era transparente, resguardaba lechugas, tomates, cebollas, pollo, carne y pescado, todo bien ordenado en recipientes metálicos, al estilo norteamericano, es decir como si estuviera precocido, casi listo para comerse. Una muchacha lo recibió con una sonrisa. Tenía los ojos bellos, unos labios pequeños y vestía de color marrón. Detrás de ella, un hombre y una mujer, ambos jóvenes, vestían de verde. Ésta última era regordeta, tenía el semblante tímido y sostenía una escoba como si fuese la propia vida.
-¿Cuál es el del día?- preguntó el chico, con los ojos perdidos en toda esa comida empaquetada.
-Atún -dijo ella sonriendo amablemente-.
El hombre arrugó la cara como la arrugan aquellos hombres consentidos cuando algo les desagrada. Miró a través del cristal y notó que la chica tenía vellos pronunciados en sus brazos. Volteó hacia las opciones de baguettes pegadas en la pared, y luego regresó la mirada hacia ella.
-Dame uno de pollo teriyaki.
La chica jaló el pollo recubierto en plástico, lo calentó. Lo sacó y lo colocó en el pan de avena con miel que el chico le había pedido. Lo tostó. Lo sacó del horno, le colocó lechuga, tomate, pepino y el pimiento.
-¿Aderezos?-preguntó
-Mayonesa y chipotle- le respondieron.
La chica los untó. En ese momento el chico pensó dentro de sí y decidió contradecirse. Había pedido pan de avena con miel según para no consumir tantas calorías pero terminó ordenando refresco y frituras de queso para acompañar su baguette.
Pagó la cuenta, recibió el cambio, tomó lo que había ordenado y se fue a sentar a una de las mesas. Antes de eso echó refresco de cola a su vaso rellenable.
Empezó a comer. Dando mordiscos. El chico pensó en aquella frase: La tranquilidad es una bajeza moral. Miró por la ventana y el sol parecía consumirlo todo en un eterno aburrimiento, todo en esa ciudad era lento como el tráfico que discurría fuera. Volvió en sí y volteó a mirar a la muchacha, esta vez se le reveló más bonita pero mucho más aún, triste, sin espíritu.
«¿Será que estos lugares te consumen la vida hasta dejarte inerte como una lechuga? Parece ser que ni la belleza se salva en estos lugares» pensó, tontamente mientras comía un pedazo de fritura de queso.
Frente a él, el chico empleado, de verde, ya comía, en otra mesa, lo que traía de un trastre. La chica de la escoba seguía barriendo como si no hubiera otra cosa mejor qué hacer, como si el mundo estuviera por acabarse y su último deseo fuera ese: seguir barriendo.
La chica de los ojos bellos dejó su lugar en el mostrador y pasó junto al chico que comía. Él le habló bastante emocionado, parecía ser el más nuevo del lugar, le invitó de su comida, ella se limitó a responder mecánicamente, sin expresión, sin gesto que no tenía apetito.
-Mary, ¿no quieres? ¡Está dellicioso!
-No, gracias.
La chica salió a la parte trasera del local y regresó con un recipiente industrial para trapear pisos. La chica de la escoba al ver su gesto, se sobresaltó.
-¡No, Mary, deja eso, yo lo hago!
-¿Entonces en qué te ayudo?
-No sé, no sé, haz otra cosa, pero esto déjamelo a mi. Déjamelo, en serio.
La chica de la escoba regresó a su trance, siguió barriendo, quizás maldiciendo en su cabeza, quizás porque alguien la había turbado así de pronto. La chica de los ojos bellos salió con lo que había traído y tiró el agua contenida en el recipiente. El chico, quien devoraba algo extraño, comenzó a sonreír por la escena. Luego miró su celular y su carcajada se ahogó en su expresión pícara. La chica de los ojos bellos regresó al aparador y se perdió en su parte trasera. Regresó de ahí con un recipiente de spray y un trapo. Se dirigió a la puerta de entrada y se puso a limpiarlo con esmero. Pasó el trapo una y otra vez, se agachó, cerró el ojo para agudizar la mirada y encontrar alguna mancha para remover, pero como no la halló, se levantó y se quedó mirando aquel cristal por varios segundos.
Ni el choque que vendría segundos después frente a ella, sobre la calle, le haría dejar de mirar aquel cristal en el que se perdería un buen rato.
