
Tras el último informe de gobierno, en un país tan dividido por cuestiones políticas, lo que impera es la impresión de que una buena mayoría, un poco más del cincuenta por ciento de la mitad del total de votantes de nuestro país, viven en la felicidad cívica de ver que su preferencia política sigue en el poder y por tal razón no ponen ningún obstáculo a que su lider principal, Andrés Manuel Obrador, esgrima en varias partes de su informe final, mentiras insostenibles pero sin embargo aplaudidas por su seguidores reunidos frente a él en su ceremonia oficial más significativa, la del colofón de su mandato presidencial.
Llegar a ese punto de adhesión a la realidad pintada desde un discurso político que no se limita a decir la verdad, sino medias verdades, o medias mentiras, en muchos apartados del texto presentado, es lamentable, pero no dista de la adoración, que en su momento, han tenido todas las anteriores figuras presidenciales, que tuvieron también su momento de gloria, frente al pueblo gobernado, seguido puntualmente y aceptado en cada una de las frases emitidas desde el púlpito presidencial.
Hace mucho tiempo, que en este país, el boato de la ceremonia presidencial es una circunstancia obligada para adorar al señor presidente, sea López Obrador, Fox, Calderón, Peña Nieto, Zedillo, Carlos Salinas, o cualquier otro que le haya antecedido en el cargo. El aplausómetro se expande a todo lo que da para interrumpir cualquier frase donde, categórico, diga algo que mientras más emotivo sea, más enardece a su seguidores, obsequiosos de escuchar esas palabras mágicas que han repetido todos esos jerarcas ocupadores de la silla presidencial que enaborlan en sus argumentos la idea de que todo se hace con el pueblo, para el pueblo y con el pueblo; que ahora si avanzamos hacia un futuro luminoso donde nos espera un México mejor y más justo, sin corrupción y sin opresión alguna; un México distinto donde avanzamos y, como ahora se dijo, somos mejores, que digo mejores, superiores a otros países de la Tierra.
No hay nada nuevo bajo el sol. La ceremonia sigue siendo la misma. Un elegido con el máximo poder de mandar sobre el pueblo, una corte de cortesanos dispuestos a aplaudir con más fuerza cada frase, cada pausa de respiro, cada cifra -manipulada o no- que resuene a que este país avanza, como nunca antes lo había hecho porque ahora si, es el pueblo el que es respetado en las decisiones presidenciales.
Y también, como antes, está un cúmulo de posiciones contrarias, de una oposición que significa menos del 30 por ciento del cincuenta por ciento que votaron, considerando que otro cincuenta por ciento no se presentó a las urnas, que denosta, se incomoda, recrimina, protesta y señala, que estamos ante la presencia de una incipiente dictadura que ahogará el futuro nacional bajo lineamientos que quitarán libertad, justicia, tranquilidad económica y desarrollo económico, a un país que desde hace años está hundido en una indefinición de crecimiento y de progreso, precisamente porque estamos divididos en partes que no se concilian, ni se unen ni establecen acuerdos para lograr ese progreso que se niega a llegar, desde hace décadas, a este país, tan rico y tan pobre a la vez, porque lo han gobernado sectas no comunidades sociales cohesionadas por un destino común.
Hace tiempo, que el destino manifiesto de Estados Unidos logró unir a ese país vecino y aquí seguimos pensando que de lo que se trata es una renovada confrontación de conservadores contra revolucionarios sociales, de la misma forma como se estableció la lucha de esos bandos en el siglo XIX. Hoy se vuelve a invocar a Juárez, y se trata de ser como Juárez, sin el mismo gabinete de notables personalidades que tuvo Juárez en su momento. Y sin tomar en cuenta que el mismo Juárez prohijó el latifundismo que hundió en la cuasi esclavitud a millones de campesinos que pertenecían al pueblo, contradiciendo la afirmación de los juaristas reformistas del siglo antepasado que decían que todo lo hacían a favor del pueblo.
No hemos avanzado un ápice en nuestra cultura política nacional. Estamos ante la presencia y magnetismo de un caudillo que se erige como encarnación, él mismo, del pueblo, como en su momento lo encarnaron Santana, Juárez, Porfirio Díaz, Obregón, Calles, Cárdenas y Miguel Alemán. Todos trascendentes a los periodos oficiales que gobernaron al país. Todos con seguidores capaces de aplaudir medias verdades o medias mentiras de cada discurso pronunciado por ellos. Y con otros tantos opositores dolidos, resentidos, navegando en el caldo de cultivo que propicie el derrumbre del enemigo, para volver al principio, o al pasado ya vivido en tiempos de la lucha de la Reforma del siglo XIX (o en la revolución de 1910) sabedores que todo movimiento triunfante, una vez que coloca en el poder a sus líderes, se va corrompiendo lentamente hasta que la nueva clase gobernante, olvida sus orígenes, ideales y moral de la lucha que sostuvieron en un principio. La moral política, a futuro , no tiene más significado que un árbol que da moras.
