
Siempre he creído, y no pierdo la esperanza, de que el pueblo de Cosautlán de Carvajal le debe un homenaje al periodista y escritor Roberto Blanco Moheno. Algún día, quizás, los cosautecos y sus autoridades se acordarán del gran periodista de la revista ¡Siempre! y redactor del Universal que le dio, en su estilo especial para escribir reseñas, artículos y libros, pres a Veracruz.
De su libro, “Un Son que Canta en el Río”, hago una transcripción de la reseña de un partido de béisbol entre Alvarado y Tlacotalpan:
“Anudo el hilo de mi relato lugareño, roto porque quise contar el recuerdo de la boda entre don Pacorro y la hija del viejo gachupín. Ahora vamos río arriba toda la plebe, con el equipo de béisbol en el bote insignia. El brazo del río nuestro padre sale de frente al puerto, haciendo la contracorriente y deteniendo el paso de la
masa de agua de la laguna, que lucha por salir al mar, a morir y a vivir al mismo tiempo. Son, con el ronroneo flojo de los motores elementales, alrededor de dos horas de peinarle las barbas al río de las mariposas, como quien afeita al revés de la raíz. Y en esas dos horas la plebe, con el Tío Tamarindo al frente, trae un relajo de los cien mil diablos piropeando el lanchón en el que va el tesoro de las muchachas. El tesorero –¡cómo no!– es el viejo cuentero don Macario.
Pero hay un calosfrío inquieto, más que en los jugadores, en los aficionados. Cuando dos pueblos que viven del mismo río coinciden en una competencia deportiva es que, simplemente, quieren continuar el odio de campanario, la eterna batalla. Ha habido hace unas semanas un fracaso del equipo porteño, ¡pero un fracaso, qué caray, ante el mismísimo «Águila» de Veracruz! Ganaron los prodigios del viejo Agustín Verde al son de veinte carreras contra cero y aún el tercera base lugareño perdió, por culpa de una «línea» terrible de Tito Avila, la dentadura toda. Ése tercera base es yerno de don Macario, a quien ayuda a esquilmar a los causantes en las oficinas del Timbre. Con todo y el desmayo del aprendiz de pelotero, y la abundante hemorragia, y una hinchazón de padre y señor mío, la plebe tenía que desquitar de algún modo el coraje de la frustración. Es cierto que el «manager» del equipo aclaró, muy deportivamente, la cosa:
–¿Y a poco se creen ustedes que es un fracaso perder con un equipo como el «Águila», que le ganó a los campeones del mundo? ¿Ustedes creen que ese pobre muchacho está acostumbrado a fildear pelotas de campeones? ¿Se creen que el boticario, y el del canalete, y nuestro pitcher Ramón, van a poder con el «cocuite» Barradas, y los hermanos Pintueles, y los Cabal, y ese bárbaro de Janiquet? Antes debían de ir tomando en cuenta que nos sirvió de mucho aprendizaje y de entrenamiento para poder ganarle, dentro de poco, a los apretados …
Algunos de la plebe parecieron entender, pesar las razones de don Chon. Pero el Cheloca –el Cheloca tenía que ser!– fregó las cosas:
–Una cosa, tío Chon, es perder en un juego, ¡y otra cosa es perder por veinte a cero!
El Cheloca … ¿llevaba la razón? Quién sabe. Pero lo cierto es que en el momento de acabar el juego, y después de que la plebe, rencorosa, despidió en la estación del Piojo al equipo jarocho, la masa de pescadores aficionados se desplazó frente a la casa de dos pisos de don Macario para empezar una sinfonía más desesperante que la de los batracios toda la condenada noche en todo el condenado río:
–Perdieron los timbreros … perdieron los timbreros …
Tuvo don Macario que salir, furioso, pasadito de tragos, pistola en mano. Y como la pistola, porque todo el mundo sabía que no mataba una mosca, no surtiera efectos, recurrió a la diplomacia ante el jefe de los patas rajadas:
–¡Parece mentira, Tío Tamarindo, que usted permita esto! ¿No oye los llantos de la pobre de mi hija que está fregadísima con un marido chimuelo para siempre?
La derrota escoció y ahora llena de preocupaciones estas cabezas tan buenas como frívolas. Yo me acuerdo del silencio de los del equipo, porque con ellos voy, acurrucado a proa, como siempre, a manera de mascota. Y ese silencio nervioso contrastaba con el escándalo pajarero de las muchachas y el relajo rijoso de los pescadores. Don Macario, a media marcha, organizó un coro femenino. Seriamente –para algo había sido tenor de zarzuela, «aunque nada más en calidad de aficionado»– usó el dedo índice derecho a manera de batuta. Y las voces chillonas y en su mayoría chimuelas –que la característica de esta gente prodigiosa de Sotavento es el no tener completa la dentadura– de las muchachas empezaron a espantar las garzas de los remansos:
«¿Dónde estás, corazón … ?»
En el bote tesorero solamente un hombre calla, sonriendo con gesto de superioridad. Es el umpire, que se pronuncia ampayer. Viene de Veracruz y es la solución a la serie de problemas que ha traído aparejado el juego de pelota entre dos pueblos que juran detestarse. Porque ni los apretados querían un ampayer del puerto –»Eso es dar dado»–, ni los porteños querían un juez del pueblo de los apretados –»Una chingada … para eso no jugamos»–. Al fin don Macario, ¡siempre don Macario!, halló la solución:
–Lo que han de hacer es proponer un ampayer de Veracruz.
Tío Chon consideró las cosas. Luego preguntó, inquieto:
–¿Honrao?
–¡Honrado, pues no faltaba más! Y es muy amigo mío –contestó el viejo cuentero– no porque a mí me importe un demonio eso del béisbol, sino porque le gusta el nanche que da miedo…
El Tío Tamarindo terció:
–Bueno: pero van a decir que usté, don Maca, por ser su amigo, lo va a obligar a…
–¡De mí no duda nadie, y mucho menos de mi honradez! –se defendió el viejo mordelón–. ¿A poco cree usted que yo le doy importancia a un juego en que dieciocho adultos se pelean por una pendeja pelotita que ni siquiera es suya?
Las cosas se arreglaron, finalmente, porque don Macario hizo aparecer la gestión como nacida del cura. Y los apretados no se atrevieron –aunque de sus pensamientos no salgo fiador– a maliciar de un representante de tal Potencia. Y ahora el ampayer va oyendo el coro y sonriendo con la superioridad que le da el ser juez de un encuentro que es casi de vida o muerte; y la otra superioridad, la verdaderamente superior, la de ser fuereño, y de una verdadera ciudad …
El pueblo de los apretados es tan bonito como feo mi Puerto. Andalucía, con todo su color, su sabor y su reaccionarismo sigue viva en estas gentes lánguidas y finas. El parque del pueblo, con dos iglesias, una blanca y otra azul, cabalmente de azúcar y de caramelo, y cuatro palmeras centinelas cuidando que el río no se desborde, es una maravilla de alegre verdor con estallidos de colores florales. Y las callecitas, algunas embaldosadas y las más con una ligera barba de pasto fino, se pierden, íntimamente reaccionarias, jugando al escondite. Las casonas son sobrias, frescas y enormes. Y en cada casa, aunque la crisis sea el principal inquilino, hay piano de cola, y en los baúles «mudos» la seda cruje entre las bolas de alcanfor.
Los dos Presidentes Municipales se abrazaron rumiando sus rencores y las dos plebes aplaudieron con una tibieza embarazosa. Y del curato salió el padre, ¡nuestro cura!, muy de palique con el cura de los apretados. El Cheloca rumió sus amarguras y las escupió en reproche:
–¡Ya! Que se me hace que el padre se está pasando del otro lao…
Pero el Tío Tamarindo, respetuoso de lo respetable, se escandalizó:
–¿Maricón nuestro padre? Mira, Cheloca que …
–No, Tío, no lo digo por eso, ¡si yo conozco tres chiquillos suyos, por lo menos! Digo al otro lao por la traición al pueblo…
El Tío se serenó:
–Ah, eso… No, Cheloca, no te apendejes. La Iglesia, has de saber, no agarra partido en pleitos de poblados… ¿o miento, don Macario?
Don Macario frenó el trotecillo que iniciaba para caer en brazos de su amigo el cura y apoyó la tesis:
–Cabal, Tío. La Iglesia aprovecha estos pleitos, que es distinto, para acabarnos de fregar –y luego siguió su marcha, se abrió en sonrisa–: Quihubo, padre, ¡el gustazo …!
* * *
Para la séptima entrada –que llaman inning los conocedores– y que es, según los conocedores, «la cardíaca», el partido iba empatado a cinco carreras por bando. El «parque» era una llanada irregular, más bien en forma de trapecio, entre el río nuestro padre y las casas de la ribera, señoriales, en cuyos altos y frescos balcones se apiñaban las muchachas y las «familias decentes», en tanto que las plebes rodeaban la cancha propiamente dicha. Para esa séptima entrada cada equipo había tenido una baja y, por consiguiente, un cambio. El Manchao, del puerto, sacó una luxación cuando metió el pie derecho en un hoyanco pavoroso. Fue substituido rápidamente entre un coro de lamentaciones, porque el Manchao era bueno para batear. Por su parte, el equipo de los apretados sufrió la baja de su mejor jardinero cuando se rebanó todo el dedo gordo del pie derecho –que el jugar descalzo era entonces cosa común y corriente– al pisar las conchas de ostiones que por miles formaban una pequeña loma, llena de moscas, en pleno «right». Fue substituido, absurdamente entre aplausos de la paisanada apretada, por un muchacho al parecer desconocido, ya que el Cheloca, enciclopedia local, se rascó el coco:
–Y ora ese … ¿de qué familia será?
El Tío, pajarero, prefirió transar con la sospecha negra:
–Ten de seguro que es de este pueblo. Lo que pasa es que la mayoría de éstos, cuando apenas mariconcitos, se van a Jalapa, o más arriba, a México, a estudiar…
Ya no le tocó fildear pelota alguna, en ese final del sexto inning, al misterioso suplente de los apretados. Vino la ofensiva al bat de mis paisanos en esa séptima –cardíaca– entrada. Pero le tocaba a la parte floja con la majagua, y uno de nuestros hombres sacó un elevadito tono, y otro, de foul, rompió dos vidrios de cierta casona antes de poncharse, y el último no pudo más que batear una bolita inofensiva. Los tres outs fueron realizados rápidamente. Y entonces llegó lo duro, porque tocaba cerrar al equipo local. Y le tocaba batear a «la batería», excepción hecha del buen jardinero que había sido substituido por el desconocido que tomaba su turno al bat.
Ramón, nuestro pitcher, estaba visiblemente nervioso. Cheloca lo llamó, hicieron un muro circular humano los de nuestra plebe y cuando salió de él, Ramón venía farolero y retador. ¡El refino, que pega y repega! Subió al «box» con andares de campeón y muchos de nosotros reconocimos, en sus pasos y en el modo con que se untó los dedos de brea, una caricatura de los movimientos exactos, felinos, prodigiosos, del «cocuite» Barradas. El catcher de los apretados se paró en el home plate. Nuestra plebe empezó a gritar simplemente por hacer bulla y poner nervioso al bateador:
–¡ Malo, malo, malo, malo….!
Y entonces la otra plebe –que el refino, en siete entradas, había hecho ya muchos estragos en ambos bandos– soltó a su valedor, a su gritón particular, específico:
– ¡Pégale al borracho, pégale al borracho!
Mis paisanos quedaron de pronto silenciosos. Era aquella una voz tipluda terriblemente chillona, que positivamente raspaba las membranas auditivas, que se metía en el cerebro, que destemplaba los dientes, ¡que se debía oír hasta el mismísimo puerto! Pero el Cheloca reaccionó:
–¡Poncha a los maricones, Ramón, a los maricones!
Aquello desató la guerra verbal. Nuestro cura, que desde un gran balcón señoreaba el espectáculo junto con su colega, trató de hacerse oír, hacía señas exageradas, meneaba nerviosamente la panza. Don Macario, junto a él, acomodado entre las muchachas, buscó, más sereno, entre la multitud, hasta que dio con mi cabeza pelona. Vi claramente, por el movimiento de sus labios, que me gritaba:
–¡Ven acá, muchacho!
Corrí, no sin pena, hasta debajo del balcón. Entonces pude oír la voz de nuestro cura, que gritaba, y fuerte:
–Eso es pecado … ¡pecado de inteligencia!
Don Macario calló, con un respetuoso ademán, al representante celestial; hizo una bocina con las manos y me ordenó:
–¡Corre y dile al Tío Tamarindo que pare el mentadero, el mentadero!
Corrí hacia el viejo, alebrestado también por el refino, que hacía guardia junto al Cheloca y sus gritos:
–¡Dice don Macario que pare usté, el mentadero!
El Tío, siempre dispuesto a escuchar las voces de la razón, le tapó la boca, literalmente, á nuestro mejor gritón. Y por un momento no se oyó sino la voz enemiga:
–¡Pégale al borracho, al borrachín!
Entonces la plebe se insubordinó. Hizo a un lado al Tío, y formando un coro realizó un pequeño ensayo mientras nuestro pitcher pedía «tiempo» para darle otro llegón al aguardiente, lo que alebrestó definitivamente a la plebe contraria, que se soltó:
–¡Borracho, borracho, borracho! –en un coro espantoso.
Ramón, al volver a su sitio de lanzador, hizo un ademán francamente porteño, volvió al rito de los movimientos copiados al «cocuite», escupió por un colmillo, cerró el ojo al Cheloca y lanzó la pelota más rápida de su vida. Esa pelota era definitiva para el bateador, que ya estaba en dos strikes y una bola. Y con el bat en las manos se quedó, que así de rápido, un relámpago, pasó la pelotita. ¡La que se armó entre nuestra plebe! El son de los Huesca se soltó con el siquisirí, y el Cheloca, alzando los dedos gordos, le hizo pareja a Cheto el camaronero para hacer un zapateado descalzo. El ampayer marcó el «¡fuera!» con gran espectacularidad, y un nuevo bateador apretado se paró delante del catcher y del propio ampayer. Y otra vez la voz tipluda nos desgració los dientes:
–¡Pégale al borracho, al borracho!
–¡Poncha a los maricones, a los maricones!
Ponchó a ese bateador nuestro Ramón, a cada pelota más rápido y arrogante, y nuestra plebe armó un escándalo alegre, fenomenal, y hasta me di tiempo para ver cómo nuestro cura le hacía algún respetuoso chiste a su colega, que no tenía cara, por cierto, de muy buen amigo que digamos. Y entonces se paró el suplente, el desconocido, con el bat en la mano. Era pequeño de cuerpo, delgado, de poca estatura. El Cheloca soltó una carcajada franca:
–¡Si ponchastes a las matildonas, mi Ramón, cuantimás al coime!
Ramón volvió a hacer de Barradas. Se fajó los pantalones. Sonrió. Escupió. Cerró un ojo. Se untó brea en los dedos, rasposos a fuerza de cortadas y pequeñas heridas abriendo ostras, lo que le permitía asegurar que las curvas eran, en él, naturales, y soltó una pelota rápida. El ampayer, estrictamente justo, cantó:
–¡Strike!
La plebe apretada comprendió que había llegado la última oportunidad, porque la «batería» fuerte había terminado su desfile. Y calló. Calló hasta el de la voz chillona. Entonces Cheloca, conocedor, aconsejó:
–¡Trabájalo, mi Ramón!
Ramón tiró una bola curveada que se salió demasiado. El ampayer, de vista de lince, cantó:
–¡Bola!
El Cheloca se regodeó y hasta le echó una mirada al tío Chon, nuestro manager, que aplaudía y gritaba cosas que nadie oía:
–¡Así, mi Ramón, trabájamelo bien!
Nuevo lanzamiento lejano. El ampayer, cada vez más seguro de sí mismo, sentenció:
–¡Bola!
Cheloca volvió a usurpar las funciones del Tío Chon, que seguía chocando las rudas manos:
–¡Ahora, mi Ramón, la recta!
Y Ramón tiró la recta. Fue una pelota que era un verdadero rayo. Pero el suplente adelantó un paso cuando Ramón balanceaba por última vez el pie contrarío, templó los músculos, aguzó la vista, trabó las mandíbulas. Y con doble rapidez a la de la bola, con una facilidad de movimientos verdaderamente elegante, hizo chocar el bat con la pelota, que salió rebotada perdiéndose en la lejanía. La voz chillona dominó el tumulto:
–¡Se va, se va, se fue!
La pelota, en efecto, se perdía de vista y viajaba, satélite espacial, hacia las aguas del río nuestro padre, que discurrían tranquilas más allá de donde la supuesta cancha terminaba. Un alarido de los apretados contrastó, antes de que la pelota se hundiera en el río,, con el gelatinoso silencio de los nuestros:
–¡Jonrón!
Yo, desolado, eché un vistazo hacia el balcón del cura y don Macario. Y vi claramente –y es mi deber hacer la confesión– cómo el viejo cuentero miró directamente al ampayer, quien directamente había perdido la trayectoria de la bola para mirar a don Macario. Y vi, después, cómo don Macario apretaba los puños, recogía los brazos y los jalaba violentamente hacia su cuerpo, en seña mitad de lépero, mitad de conspirador. El ampayer hizo un ligero movimiento de cabeza, de arriba a abajo.
El bateador trotaba, con aire triunfal, de base en base. Y entonces surgió lo inaudito: el ampayer salió de junto al catcher, invadió el terreno de juego y empezó a hacer señas al corredor para que volviera sobre sus pasos. La plebe contraria empezó por desconcertarse; pero las señas del árbitro fueron de tal manera claras que el silencio se le cuadró, intrigado. Entonces oímos todos el fallo inapelable: –¡Bola mojada!, no vale…”

Excelente mi estimado Gonzalo. Los recuerdos siempre avivan el seso y te alegran el alma. Regresé con este texto de Blanco Moheno mi juventud, a mi tierra querida y a los paisajes del Río Papaloapan; a los entrañables tiempos de los de río arriba y río abajo: Alvarado y Tlacotalpan y quizás al que fue por muchos años cura de Alvarado, Luis Rodríguez Pretelín quien tenía esa picardía del párroco de la narrativa del Son que Canta Junto al Río.Felicidades y gracias por este recuerdo del gran Roberto Blanco Moheno, quien una vez llamó «Señoritos» a los panistas… Saludos…
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