La palabra y la congruencia


Un amigo rastreó la edición de Excélsior del 7 de abril de 1926. En la primera plana del diario se publicó una nota cuya cabeza decía: “Háblese de un atrevido paso al futurismo”. Presagio o coincidencia, lo cierto es que en esa fecha nació Julio Scherer García, quien  marcó un antes y un después en el ejercicio periodístico en el país.
Por Ricardo Ravelo, egresado de la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana
Por Ricardo Ravelo, egresado de la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana

A finales de los años setenta el nombre de Julio Scherer comenzó a llamarme la atención. Cumplidos los 12 años, veía a mis tíos leer con voracidad aquel diario, uno de los cinco más influyentes del mundo. Fue una época de turbulencias políticas, en la que el presidente Luis Echeverría Álvarez asestó un golpe contra Excélsioren julio de 1976 desde Los Pinos para imponer en la dirección a un grupo de incondicionales.

La ausencia de Scherer y parte de los cooperativistas fue transitoria, pues meses después, el 6 de noviembre de ese año, el tenaz periodista y quienes lo habían acompañado fundaron el semanario Proceso. La travesía está plasmada de manera espléndida en el libro Los periodistas, de Vicente Leñero.

Mi primer contacto con una obra literaria de Julio Scherer fue la lectura de La piel y la entraña, para muchos su mejor libro. Como nadie, penetra en el alma del muralista David Alfaro Siqueiros, a quien admiraba devotamente, y muestra su talante de periodista e incluso de biógrafo.

En una ocasión, al buscar algunos libros de Mariano Azuela para mi clase de literatura mexicana, cayó en mis manos otro volumen escrito por él: Los presidentes. Lo leí de una sentada. A partir de él empecé a admirar aún más el agudo quehacer periodístico del autor, su prosa cargada de lirismo, el lenguaje exquisito, los párrafos ausentes de calificativos, los hechos puros y vivos, sus sentencias contundentes. Me volví el agradecido lector de aquel periodista, de don Julio Scherer.

“Nada supera al dato estricto”, suele decir Scherer. Stefan Zweig escribió que los periodistas y escritores no sólo deben buscar afanosamente los datos y los acontecimientos, sino también dejarse encontrar por ellos. Don Julio tiene la sensibilidad para leer la realidad y traducirla al lector; él sabe dejarse encontrar por la información. Su sensibilidad y olfato de reportero los lleva en la entraña. En 1984 la circulación del semanario no era tan eficaz como ahora, de tal suerte que a veces llegaba a mi pueblo natal, Carlos A. Carrillo, Veracruz, y otras no.

En el mercado local sólo había un local donde vendían los diarios nacionales y estatales, por lo que cada jueves me desplazaba a Cosamaloapan para adquirir mi ejemplar de la revista, luego de apalabrarme con un expendedor.

A principios de junio de ese año, el país estaba inmerso en un escándalo por el asesinato de Manuel Buendía, autor de la columnaRed Privada. En la portada de Proceso se anunciaba la columnaInventario, que José Emilio Pacheco dedicó a Buendía.

La información de esa semana se complementaba con una foto del columnista y una cabeza contundente: “Una voz periodística acallada a tiros”.

 

Oficina de Proceso, 1979.
Foto de Francisco Daniel 
Oficina de Proceso, 1979. De izquierda a derecha: Julio Scherer, Vicente Leñero, Jorge Barrera Graff, Rafael Rodríguez (de espaldas), Enrique Maza, Froylán López Narváez, Carlos Marín, Carlos Ramírez y José Reveles.

Seguí con detalle los reportajes de las ediciones posteriores en los que se aludía a los presuntos implicados en ese crimen: el presidente Miguel de la Madrid; su secretario de Gobernación, Manuel Bartlett; y el director de la temible Dirección Federal de Seguridad, José Antonio Zorrilla Pérez, señalado como autor intelectual.

Años después, como reportero de Proceso, acudiría al reclusorio Norte de la Ciudad de México a entrevistar al comandante Raúl Pérez Carmona —implicado en la autoría material del crimen de Buendía— meses antes de recuperar su libertad.

 

En las entrañas de Proceso

En noviembre de 1996, veinte años después de su fundación, comencé a colaborar en el semanario fundado por don Julio, quien por esas fechas decidió dejar la dirección. Viví los duros momentos que se suscitaron después y el nombramiento de Rafael Rodríguez Castañeda como director en marzo de 1999.

No hubo decisión más atinada. Sin duda Proceso necesitaba un director de tiempo completo. Aún recuerdo el abrazo con Rodríguez Castañeda en la redacción de Fresas 13, en la colonia Del Valle y sus lapidarias palabras a los reporteros: “Será para bien”.

 

Cubrí entonces la Procuraduría General de la República y los temas de seguridad, que eran los más complicados. Un día le confesé al director que me estaba costando mucho trabajo obtener información digna de ser publicada en Proceso. En privado me dijo: “Ten paciencia, Ricardo.

Los reporteros tenemos que sembrar por largo tiempo en nuestras fuentes para luego cosechar. Haz relaciones”.

Aun cuando ya no era el director, don Julio siempre estaba atento al devenir. Era gratificante verlo llegar en su coche azul con él al volante y entrar a las instalaciones de Fresas 13:

—¿Qué me cuenta? —preguntaba, incisivo; fijos los ojos en los de su interlocutor.

Imperdonable, el silencio de un reportero. Había que contarle algo nuevo, inquietante. Y cuando la historia le atraía, su mirada de águila penetraba hasta el cerebro. Después de escuchar se despedía con una palmada o con un apretón de manos.

En los días turbulentos del calderonismo, mientras el país estaba incendiado por la violencia y las decenas de miles de muertos, don Julio caminaba por la redacción de Proceso.

—¿Cómo ve al presidente, don Julio? —le pregunté un día.

—¿Hay presidente, don Ricardo? —respondió irónico.

—A Calderón hay que mandarlo a la cocina, don Julio —insistí.

—Yo ni ahí lo tendría.

En 2009 Proceso publicó un adelanto de mi libro Osiel: vida y tragedia de un capo. Aún no medía el impacto que entonces tendría el libro, sobre todo en Tamaulipas, donde el gobierno del estado estaba penetrado por las redes del cártel del Golfo y Los Zetas.

Una mañana arribó don Julio a Proceso y se dirigió a mi escritorio:

—¿Le puedo robar unos minutos, don Ricardo?

—Sí, don Julio —le respondí.

Nos sentamos en la sala de juntas. Me preguntó cómo iba el libro de Osiel. Le respondí que la editorial me reportaba buenas ventas en el primer mes.

—Quiero pedirle algo, pero también quiero que me prometa que lo va a cumplir. No vaya usted a Tamaulipas.

—¿Por qué, don Julio?

—No vaya a Tamaulipas.

—¿Acaso sabe usted si está en riesgo mi vida?

—Le pido que no vaya…

Entendí el mensaje. Le prometí no pisar Tamaulipas.

Hombre de evolución, don Julio no se mueve en zonas movedizas. Sabe decir sí o no sin titubeos.

Sabe tomar decisiones precisas, nunca suele dejar esperando a quien le busca para pedirle algún consejo o ayuda.

Prístino, siempre, se entrega a sus amigos; con sus enemigos, como Luis Echeverría, suele ser incisivo.

 

(Fragmento de la crónica de Ricardo Ravelo publicada en Variopinto número 12)

Publicado originalmente en http://www.rvariopinto.mx/nota.php?id=183#.Ubc9nufZbTo

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