En El Campanario solo resuena la pobreza


Por Miguel Ángel León Carmona
Estudiante de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Veracruzana de México (intercambio en la Universidad de Caldas)

El México fantasmagórico que Juan Rulfo retrató en su ficción, sigue existiendo. En esta crónica, un joven estudiante de periodismo se adentra en los polvorientos caminos que conducen a El Campanario y, en medio de la pobreza, encuentra a una anciana estoica y recursiva.

En El Campanario sólo resuena la pobreza
Ilustración por Suarezboy

“Aquí no hay nada… en nuestro pueblo ni Dios nos ayuda. No hay iglesia, ni clínicas, hay dos escuelas, una aquí en la esquina y otra allá arribita».

La señora Victoria relata parte de su vida, pedazos de historias refugiadas entre dos cerros que vigilan cada amanecer de la comunidad El campanario, perteneciente al municipio de Nogales, Veracruz, México.

“Aquí, de la escuela ni acordarse” exclama Doña Victoria.

Es más fácil emprender el camino hacia los cerros que ofrecen leña para convertirla en carbón, que obligar a los niños a subir ciento setenta y tres escalones diariamente, para que al llegar a la cima, en un cuarto de madera de tres metros de ancho por cinco de largo, reciban clase cerca de  22 alumnos  que cursan el nivel preescolar.

Los niños de El campanario tienen derecho a comer dos veces al día. Poseen el privilegio de asistir a la escuela en la cima de una empinada loma. La libertad de elegir qué vestimenta utilizarán: si la que recibieron por ayuda de visitantes extranjeros o la de voluntarios que suben en camionetas provenientes de ciudades vecinas. También son libres de jugar en el monte a lo que su imaginación les aconseje.

Pero eso sí, tienen prohibido enfermarse antes de fin de mes, no hasta que el médico suba con medicinas. No pueden obligar a sus padres a caminar cerca de cuatro kilómetros hasta llegar a la clínica más próxima, en el poblado de Rancho viejo. O peor aún, tener que pagar setenta pesos por una corrida en taxi. Pesos más, pesos menos, que podrían pagar por un sarape que “tape” los frágiles cuerpos de sus hermanos en los fríos inviernos.

Renegar de un plato de frijoles de olla o rechazar los oficios de tallar madera o dedicarse a la albañilería sería ir en contra de una tradición de los hombres del pueblo.

Doña Victoria

De unos cincuenta y seis años de vida, ella luce fuerte, de mirada profunda y manos trabajadoras. Su cabello es largo y de color negro, de tez morena como la mayoría de los habitantes serranos, no rebasa el metro con cincuenta centímetros de estatura, viste una falda de color café que le cubre hasta los tobillos, blusa blanca y guaraches que denotan tiempo y uso.

Conoce la lengua náhuatl, y en ella reprende a sus nietos. Es mujer respetuosa y de pocas palabras. Es así, en medio de un olor a comal de leña, como doña Victoria comparte su rutina.

Como todos días, la hoguera  es  encendida a las seis de la mañana para preparar el desayuno. A las ocho y media la mesa es rodeada por las doce personas que viven en su casa. Para ese entonces el café caliente y los tres kilos de tortillas preparadas a mano ya deben estar listos.

“A veces les doy avena, jugo de arroz o té de naranja, ya pa’ la comida les sirvo los frijolitos y su salsa bien picante”. Doña Victoria da cátedra de cómo preparar tantos platillos con tan pocos ingredientes.

Y es así como después de disfrutar los alimentos, cada miembro de la familia atiende sus tareas: los hombres al trabajo, los nietos a la escuela y las nueras ayudan en las tareas del hogar.

No importa si esta rutina lleva años repitiéndose, las generaciones siguen aceptándola y no hay mayor satisfacción para la señora de la casa que ver en su mesa a las personas que le dan los motivos suficientes para encender la fogata todos los días a las seis de la mañana.

Organización

El campanario es habitado por 697 habitantes serranos. En la localidad, cuentan con una clínica, que sólo abre sus puertas cada treinta días, para que un doctor voluntario atienda a las familias o personas enfermas.

Existen tres escuelas: un jardín de niños y un par de primarias. Aulas a medio construir, salones abandonados, bancas viejas, vidrios rotos; las condiciones ideales para que los niños se fastidien del estudio y comiencen a poner sus pensamientos en cómo cimbrar el hacha en los árboles tal y como lo hacen sus padres. La escolaridad media de El campanario es de 3 años.

Los interesados en lograr la hazaña de conseguir la educación secundaria, media – superior, tendrán que vencer las costumbres de sus familiares, ir en contra de las condiciones sociales a las que el dinero (o, mejor, su falta) limita y atravesar una ciudad entera para poder llegar a la secundaria o bachillerato más cercano.

“Prospera” es un proyecto del gobierno federal mexicano para el desarrollo humano de la población en pobreza extrema y está presente en la zona. Doña Victoria, como los demás beneficiados, debe acudir a juntas durante la semana. El no asistir por más de tres veces al mes podría causar una baja definitiva y la cancelación del apoyo económico que recibe.

El deceso de una persona es un verdadero problema. El campanario no cuenta con un cementerio. Al morir algún familiar se debe cargar con la nostalgia por haber perdido a un ser querido y transportar al cuerpo sin vida hasta el municipio en donde decidan sepultarlo. El más cercano se encuentra a poco menos de una hora.

En el campanario tampoco cuentan con una plaza o espacio recreativo alguno, escasas mantas de propaganda de color amarillo y rojo en periodo de elecciones políticas adornan las descoloridas fachadas de madera de las casas.

“Vinieron los hombres del Peña (presidente de México), trajeron dulces y juguetes pa’ los chamacos” explica doña Victoria. “Pero nosotras no tenemos la credencial, ni votamos, los que hacen eso son mi esposo y mis hijos”.

La realidad de El Campanario

El campanario. Un lugar en donde la pobreza extrema abunda y azota a los habitantes. Además del viento que golpea las paredes de los cerros, se oyen los reproches de las esposas a sus maridos al ver que no hay dinero.

Niños que juegan, que inventan maneras para divertirse, hombres que golpean los árboles con fuerza, impotentes de no poder llevar dinero a casa como quisieran.

Mujeres que buscan refugio en sus familiares o trabajo, no hay en quién creer o a quién pedir ayuda, a la iglesia católica también se le ha olvidado este poblado. Es raro, porque la iglesia católica suele instalarse hasta en el más oscuro rincón. El campanario es la materialización del cliché que habla de un sitio olvidado por dios.

Un lugar en donde sólo el hambre o la enfermedad atentan contra las personas, el pueblo no necesita ni policía ni una cárcel, “Aquí todos nos conocemos y nos echamos la mano”, dice con orgullo Doña Victoria.

Esta es la realidad en El campanario y seguirá estando escondida entre aquel par de cerros; los gritos de los niños, los reclamos de las esposas, la chicharra vieja de la escuela sin alumnos seguirá haciendo eco hasta que alguien voltee y vea la  necesidad de casi ochocientas personas en una situación vulnerable.

La fogata de leña seguirá encendida, calentando más café por las mañanas, emitiendo una señal allá a lo lejos, entre aquellos cerros. Quizás algunos logren percibir la existencia de unos cuantos serranos fuertes, organizados y con la mirada en alto; frente a escenarios deprimentes y desiguales que gobiernos como el mexicano dejan a su suerte.

El futuro del pueblo es incierto. ¿Los niños llegarán a la cima de aquellos ciento setenta y tres escalones y tomarán una clase completa? ¿El médico tendrá tiempo de visitarlos una vez más al mes? ¿Los sepultarán en un lugar digno y cerca de su hogar? ¿Llegará algún sacerdote con los sacramentos de la ley de Dios ?

Hojas se escribirán, plegarias se repetirán para que los hombres logren vender en los mercados más cercanos sus rústicos muebles. Así es El campanario, Nogales Veracruz, un sitio solo, perdido de la civilización; con sueños estancados de niños, con anhelos de mujeres lejos del lugar en donde viven, con fuerza de trabajo de hombres esperando ser explotada. Todo esto aloja El campanario, allá lejos, re lejos, entre aquellos dos cerros.

En El campanario no hay torre ni campana. Allí sólo resuena la pobreza.

 

Publicado en La Penúltima Verdad, portal de comunicaciones de la Universidad de Caldas (Colombia), donde Miguel Angel León Carmona, estudiante de la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana, es becario de movilidad internacional.logo

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