Por Gonzalo López Barradas

Ahora que murió el ícono del periodismo libre en México (periodista insumiso, cabeceó a ocho columnas La Jornada) se presenta la ocasión para afirmar que pocos, muy pocos periodistas veracruzanos, tuvimos la oportunidad y el privilegio de haber sido dirigidos, como reporteros, por Don Julio Scherer en el periódico Excélsior en su mejor época (1968-1976).
Fue suerte y casualidad haber caído en la enorme sala de redacción y ver casi extasiado, a los escritores santones que llenaban las páginas de artículos y editoriales (Miguel López Azuara, Vicente Leñero, Miguel Ángel Granados Chapa, García Cantú, Rodríguez Castañeda, y otros tantos que no recuerdo.
Fue en las postrimerías del año 68, cuando aparentemente había terminado el conflicto estudiantil, que fui invitado por algunos amigos de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García para ir a trabajar en la ciudad de México. Primero me coloqué en la revista Tiempo que dirigía el inolvidable Don Martín Luis Guzmán, aquel famoso Luisito de las huestes guerreras de Pancho Villa. (Precisamente él escribió un libro sobre las memorias de Doroteo Arango).
A finales del 69 ingresé a trabajar en el ‘periódico de la vida nacional’ ubicado en la calle Bucareli y el Paseo de la Reforma. Ángel Trinidad Ferreira, alvaradeño por los cuatro costados, y reportero estrella de Excélsior me presentó a don Julio Scherer: -Compadre, dijo Ángel a Scherer, este es Gonzalo López Barradas, mi paisano de quien te hablé para que le des la oportunidad de trabajar con nosotros.
Eran las 5 de la tarde de un miércoles, la revista Tiempo cerraba edición a las 8 de la noche de ese día.
-Bueno, compadre pues que sea bienvenido. A propósito, ya trae usted algún trabajo, porque aquí es un diario. Me soltó de sopetón la pregunta.
Al reportero Ignacio Ramírez, homónimo de El Nigromante, le había encargado don Martín que fuera yo su compañero en un trabajo que deberíamos realizar en el Centro de Readaptación Social del Distrito Federal, que dirigía el doctor Gilberto Bolaños Cacho, y ahí en las instalaciones deportivas entrenaban las primeras mujeres futbolistas que habrían de representar a México en el primer campeonato mundial.
Entrevistamos a varias jugadoras a quienes la prensa las había bautizado con los nombres de futbolistas famosos de la época: “La Garrincha”, “la Pelé”, etcétera.
Armamos el reportaje y lo guardé en la bolsa de mi saco para entregarlo posteriormente en la redacción de Tiempo. Ángel Trinidad me habló por teléfono a las 4 de la tarde para que me presentara en Excélsior y presentarme a don Julio.
Con timidez y sin pensarlo dos veces entregué el trabajo que habíamos escrito Nacho y yo. Le gustó y fue publicado al día siguiente en tres columnas de la primera plana.
Se me armó ‘la de Dios es padre’. Salió don Julio de su oficina, cuya puerta siempre permanecía abierta y gritó: ¡Barradas! Y con su mano me llamó para recriminarme y decirme que le acababa de hablar Martín. ¿Cómo te atreviste a darme un trabajo que era para la revista Tiempo? No me dejó explicarle. –Te vas inmediatamente a presentarte con él y hasta que no me hable, no regreses aquí. ¡Qué atrevimiento!, verdad compadre (Ángel Trinidad) quien ya estaba listo para ir a cubrir la primera etapa de la campaña política de Echevarría como candidato a la Presidencia.
Sudé, sentí que la tierra me tragaba. Salí de la sala de redacción de Excélsior, tembloroso, derrotado. Eran como las 6 de la tarde. A las 19 horas llegué a la calle de Barcelona 32, a las oficinas de la revista Tiempo. No había que pasar por la redacción, era un jueves tranquilo, Tiempo ya estaba circulando sin ese reportaje. De reojo vi las caras de Nacho Ramírez, de Luis Gutiérrez y de González y las letras que estaban escritas en carteles, pegados en la pared que lo menos que decían era: “roba notas”, “ratero”, “usurpador” y estoy seguro que con la mirada de algunos me mentaron la madre.
Eran las dos de la mañana. Siete horas sentado esperando a que don Martín me recibiera para explicarle. Todo mundo se había ido, no sin antes lanzarme fuego. Carmelita, la secretaria de don Martín, ya me había ofrecido cinco tazas de café. Por fin se abrió la puerta de la oficina de don Martín. Pasé y recibí un balde de agua helada: ¡Que audacia la de usted, joven Barradas!
Me dio oportunidad de explicarle y lo menos que pude decirle ya con mi rostro desencajado y maltrecha el alma fue: señor, discúlpeme, pero se me presentó la oportunidad de entra a Excélsior con la recomendación de Ángel Trinidad Ferreira y la aproveché, sin poder avisarle, señor.
-Te comprendo joven. Pero nos hiciste una canallada. Eso no es ético. ¿Y ahora que va usted a hacer?
-Señor no puedo regresar al periódico si don Julio no recibe una llamada de usted.
-Carmelita, gritó. Comunícame con Julio a ver si todavía lo encontramos.
-Julio, está aquí conmigo el joven Barradas. Ya hablamos. Ojalá te sirva. Y siguió platicando con él de otras cosas casi como 15 minutos. Terminó, extendió su mano y me despidió deseándome suerte y con un pedimento, que hablara yo con Ignacio para pedirle una disculpa…
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Conocí a buenos amigos en Excélsior, a Elías Chávez, a Marco Aurelio Carvallo, a Antonio Andrade (+), a Pancho Cárdenas Cruz y otros que junto con don Julio me enseñaron hacer reportajes, entrevistas y crónicas.
Don Julio, no sin antes leerme la cartilla, me pasó a la redacción de la Segunda Edición de Excélsior, pero era de cajón que los lunes, miércoles y viernes había que ir a Sanborns de Reforma a tomarse unos wiskis, acompañado con su compadre Ángel Trinidad, Vicente Leñero y yo, porque me jalaba Ángel, pero sólo iba de huelelillo a escuchar sus pláticas y las estrategias que debería utilizar Ángel cuando fuera a cubrir la primera etapa de campaña de Luis Echeverría a la Presidencia de la República. Con esas pláticas aprendí de Don Julio la ética y la honestidad que debe prevalecer en el periodismo.
Cubría yo la fuente policíaca, por órdenes del director de Excélsior. “Ahí te vas a hacer buen reportero”.
Todos los días, a las cuatro de la mañana, el Chato Ochoa, fotógrafo y el chofer del viejo Ford nos llevaba a recorrer 7 agencias del ministerio público para recabar catorce notas que, de cajón, tenía yo que entregar.
Pasó un año y medio. La cooperativa sesionó y fuimos sacrificados 14 trabajadores por ajuste de personal pero con derecho a regresar conforme se hiciera necesario.
Mi destino me llevó a encontrarme en Alto Lucero y ahí conocí a Pedro El Anacoreta, en los tiempos de Rafael Hernández Ochoa y Carlos Brito…
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