Por Rodolfo Calderón Vivar

La decisión de que Jose Antonio Meade se enfile hacia la precandidatura en el Partido Revolucionario Institucional, confirma lo que, a mi parecer, hace de México un país del desencanto. Arrojar, como virtud fundamental del ex funcionario peñista, el hecho de que no es priista y que los propios priistas lo pregonen a los cuatro vientos para enaltecerlo indica que, a contraparte, entonces no es valioso el ser priista y de esa manera se unen al grueso de la población que se ha desencantado, en los últimos años, del actuar de una buena parte de los políticos del tricolor en la función pública nacional. Están renegando de la importancia de su denominación de origen partidista.
Sin embargo, tanto Meade como sus seguidores, los reales y no los que brotan ahora como parte de la maquinaria electoral tricolor, no dudan ni un instante en dejarse arropar por el ritual eminentemente priista que viene desde la década de los treintas, donde hombres y mujeres de la política de ese partido, se desgañitan a su paso, se apretujan para darle la mano, entonan porras, alzan el puño y buscan, cuando menos, el contacto visual con sus ojos, su sonrisa y cualquier además que tenga a bien hacer el elegido.
¿Qué clase de mérito puede ser el hecho de que un partido considere que es valioso el no pertenecer a su propio partido para alcanzar una nominación de tal envergadura, como lo es la candidatura a la presidencia de la república? ¿Donde quedan los merecimientos de trayectoria partidista, la ideología y hasta la ética de la identidad partidaria, si se considera que el ser priista deja de ser garantía para alcanzar una candidatura priista? Ahi es donde la política mexicana llega a los ámbitos del absurdo y descalza su principal esencia: la ambición del poder por el poder mismo, no por los ideales sociales-políticos-culturales-históricos que pudiera tener un partido en funciones de competencia electoral en México.
Ya la cosmogonía política nacional entró en una crisis identitaria parecida cuando hasta se reformó la Constitución para que finalmente no solamente los hijos de mexicanos alcanzaran la presidencia de la república, reforma que apuntó para beneficiar al que finalmente fue el candidato del «cambio», Vicente Fox, quien es hijo de extranjero, un presidente mexicano ambidiestro en cuanto a nacionalidades de origen, que tuvo una gestión pública e inútil que no condujo a cambio significativo alguno en país. Meade, por cierto, si es mexicano de nacimiento e hijo de padres nacidos aquí (aunque en tercera generación descienda de irlandeses, españoles y libaneses, como ya empiezan a pregonar algunos lambizcones).
Que los priistas están en su derecho de elegir a su candidato a la presidencia de la república, ni duda cabe. Pero de ahí a que pregonen algunos de ellos como virtud en Meade, el hecho de no ser priista, es un exabrupto y hasta una tontería argumental que en poco ayuda a Jose Antonio Meade para enaltecerlo a demérito del escarnio sobre la propia razón y orgullo de ser priista. Peor aún, que el propio Meade se declare simpatizante pero no se atreva a afiliarse al partido que lo está apoyando para una candidatura tan importante en su vida para él y el país, habla mal de él, porque sus buenas razones puede tener para no afiliarse pero se las calla, por supuesto, con tal de dejarse querer en este maremágnun de la cargada nacional.
En suma, gran parte de la identidad nacional en muchos sectores sociales comienza a desdibujarse bajo la influencia de la ética utilitarista a la que se ha sumado la clase política mexicana y también buena parte de la clase empresarial, en aras de adherirse a la generación de la riqueza, pregonada por la economía de mercado, en detrimento de valores nacionales históricos e ideológicos. Renegar de si mismo a cambio de un plato de lentejas no es una buena señal, desde que Esaú lo hizo para olvidarse de su derecho, como primogénito de Isaac, para recibir la bendición especial de Dios.
Y es una mala señal para las nuevas generaciones de jóvenes, tan carentes de valores sustantivos, que son testigos presenciales de toda una clase política dispuesta a bailar al son que les toquen, con tal de no quedar fuera del presupuesto. Se trata del servilismo a todo lo que da para apoyar a una precandidatura, renegando del mérito de ser priista. En ese marco, el PRI está destapando a José Antonio Meade cuyas técnicas y habilidades políticas en la cúpula del poder pueden ser indudables, pero es en el terreno de la ética donde ahora tendrá que aportar sus ideas acerca de como mejorar la situación no solo económica del país, sino también la política y en todas las áreas de la función pública de una presidencia de la república, si es que llega a esa meta. Lo que llama la atención es que fue parte del gobierno en sus últimos veinte años de funcionario a nivel federal. ¿Que de nuevo puede aportar en un país desencantado precisamente por la manera tan inequitativa y corrupta como han dirigido las cúpulas gubernamentales a las que ha pertenecido? ¿Será más de lo mismo o José Antonio Meade trae una sorpresa bajo el brazo si llega a la presidencia? De entrada ¿como un candidato ciudadano va a convencer a los ciudadanos que hace tiempo se sienten frustrados y postergados por los pésimos resultados de la democracia nacional y gobiernos surgidos de ella? Dirán que eso no importa, pero si importa y mucho. Es parte de la razón de la gran desunión nacional.
