
Y el político heredó la tierra.
Desterrados horizontes lo rodeaban.
Y caminos asombrados de miseria,
donde los demás hombres andaban,
eran sus paulatinos dominios.
No había Dios, no había demonio,
solo poder contenido entre las piedras.
que se volvían palabras
y resquebrajaban Jericó,
para que Jerusalem otra vez fuera.
No había coronas en su testa,
ni enredaderas de Górgona,
ni inteligencia suficiente,
ni piedad,
ni virtud,
solo cadenas enlazadas
a mil cabezas yacentes.
Eran de barro sus carnes
y enlodaba los lechos conquistados
sobre los vientres desnudos
de las mujeres
en Babilonia.
La muerte no significaba el final,
ni el principio,
ni la gloria,
ni lo eterno.
La muerte era el episodio inesperado
y contenido que despojaba,
sin piedad,
sin cautela,
sin sigilo,
la máscara omnipotente de su rostro,
tallada en la blandura del oro,
que Tubalcaín
forjó en la hoguera
ancestral de la Mentira.
Era el principio de los tiempos,
y no habría final
para su polvo eterno,
en el que cada miserable grano
generaría
ejército tras ejército.
De aquel fango inmortal
tuvo que formar un día,
a imagen y semejanza suya,
al único, y total,
Dios del Universo
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