Por Rodolfo Calderón Vivar

Lo que estamos presenciando el México de estos días no es únicamente una pandemia que asuela el territorio nacional de una manera implacable y sin más defensa que el esconder a buena parte de la población en sus casas, sino también una incesante lucha entre dos ideologías irreconciliables, al menos hasta ahora, sobre como debe manejarse el presente y el futuro de México, y en la que el máximo poder lo tiene, a su favor, el presidente Andrés Manuel López Obrador, más no el consenso necesario para llegar a ser el líder trascendente, a que aspira llegar a ser en la historia de México.
Desde la cima del poder presidencial resulta fácil maniobrar en esta lucha encarnizada que se evidencia en los medios de comunicación, principalmente, donde se va apuntando lo que al paso del tiempo será el registro histórico de esta administración federal comandada por un líder que durante años se caracterizó por contestatario y persistente en su lucha por llegar a ser presidente de México.
Empeñado en mantener su arenga propagandística de campaña de que primero los pobres son a quienes debe apoyar en todo momento su gobierno, no ha dudado en lanzar críticas contra el antiguo régimen y en ignorar al sector empresarial, en la misma medida que éste lo ha tratado con recelo al grado de propiciar, hasta cierto punto, la recesión económica que vive México desde antes de la pandemia. Ha sido así, se dice, porque el nuevo régimen no ofrece certidumbre a los inversionistas de la iniciativa privada mexicana.
Ni duda cabe que combatir la corrupción es una excelente bandera para su gobierno y que, efectivamente, esa fue en buena medida la razón de que una buena parte de la población ejerciera el voto de castigo en contra de quienes, cínicos y sin visos de querer cambiar, se enfrentaron a López Obrador en la pasada contienda electoral, con los resultados desastrosos para la clase política que perdió el poder ante un político que se precia de ser de izquierda, aunque la amalgama de su partido y la conformación de su gobierno evidencie que ahí caben derechistas, ex priistas y uno que otro neoliberal ajustado a los nuevos tiempos.
Sin embargo, el gobierno de López Obrador no ha podido amalgamar una sólida estructura política ni una ejemplar administración pública. Su partido se resquebraja a ratos, en disputas internas donde aflora el divisionismo clásico de las tribus izquierdistas de antaño y en tanto en los puestos administrativos diversos, donde su gente está desempeñándose a nivel de gobierno federal, estatal y municipal, uno que otro ejemplo de corrupción grosera , casi al mismo nivel de los anteriores políticos que gobernaron al país, aflora con la misma impudicia y, lamentablemente, impunidad de la vieja cultura política mexicana.
Pero tiene el poder presidencial y desde ahí, tal y como lo hicieron presidentes de pasados años, se apoya para sostener sus lineamientos gubernamentales, a ratos congruentes con la dimensión social a la que aspiran sus propósitos de izquierda, y a ratos en constante conflicto, capaz de provocar divisiones profundas y no acercamientos, con otros sectores políticos, culturales, económicos y hasta culturales del país. Desde el poder de la presidencia, sus más notables ideólogos y miembros de su círculos más cercanos, atizan el fuego contra opositores, a los que califican de golpistas y amenazando desquitarse de ellos. Tal es el caso del avistado golpe que se prepara contra un expresidente de la república, al quien se le endilga el sambenito de ser uno de los principales promotores de ese ánimo golpista contra López Obrador.
Desde el manto del poder presidencial se puede hacer eso y más. Los hilos del poder fueron jalados, en su momento, contra los empresarios que quisieron unirse para presionarlo a tomar medidas económicas que propiciaran el endeudamiento como herramienta de alivio a la crisis económica derivada de la cuarentena de los últimos días. Fue entonces que fueron exhibidos como evasores del fisco muchos de esos impetuosos empresarios, que dieron marcha atrás en su cohesión interna contra la presidencia.
Con una oposición política deshilvanada, desprestigiada y sin liderazgos fuertes, el presidente avanza en medio de un clima de incertidumbre por la crisis económica que nos espera en pocos meses. Ya hizo un llamado a la población para que guarde sus ahorros para esta época difícil que se avecina. Y marca su raya con los empresarios, que también divididos, no son pieza a la altura del adversario que tienen enfrente.
Sin embargo, la corrupción que a ratos aflora en algunos sectores de su gobierno, así como su empeño en transformar a México desde una perspectiva moral, y hasta espiritual, solo de manera discursiva y los grandes problemas nacionales que prometió resolver y no ha resuelto en materia de seguridad y de freno a la impunidad, aunado al estiaje económico que se avecina, son también escenarios difíciles para un presidente que se empeña, muy frecuentemente, en arriar espadazos contra molinos de viento.
Visto de manera metafórica, el país semeja un territorio de abundantes arenas movedizas, donde los bandos políticos caminan en constante confrontación, a la espera de que el enemigo se hunda en una maniobra mal ejecutada. Todo apunta hacia el divisionismo constante. Y habrá que recordar que divididos como país, ni Juárez pudo mantener la presidencia en la ciudad de México durante un buen tiempo, porque los enconos nacionales se convirtieron en una guerra civil, que incluyó un emperador extranjero de por medio. Y todo por la incapacidad de saber como conciliar visiones nacionales.