Rumbo a Texas


Por Jesús Alberto Rubio

Jesús Alberto Rubio Salazar, egresado de la Facultad de Ciencias y Técnicas de la Comunicación de la Universidad Veracruzana (desde Hermosillo, Sonora)

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Sólo faltaban dos días para que iniciara la Semana Santa de 1973.

Ya me había hecho a la idea hacer un largo viaje hacia Texas para encontrarme con dos amigos después de haber convivido con ellos dos veranos antes en distintas playas y poblaciones de nuestro solar sonorense.

La ilusión del viaje no me dejaba pensar otra cosa que no fuera preparar la bolsa de viaje (como si fuese un backpack), pero tenía un ligero problema: no me alcanzaba muy bien el dinero como para llegar tranquilamente a Dallas, la ciudad donde vivían mis dos amigos, Horacio y Daniel.

No sabía qué hacer.

Era en esos días un joven a punto de entrar a la carrera universitaria y los sueños y aventuras todavía circundaban mis pensamientos.

Por fortuna pensaba en que el dinero no debía de ser obstáculo para “agarrar camino” como buena aventura.

No tardé en tomar una decisión: saldría a la carretera norte de Hermosillo dispuesto a viajar de aventones ya que sólo tenía una semana para aprovechar los días de asueto en la preparatoria para disfrutar el añorado viaje.

Además de ir a saludar a mis amigos, deseaba también adentrarme más allá de la frontera y conocer tierras texanas.

Era en mediodía y ahí frente a donde entonces se encontraba el monumento al Padre Kino, a la salida norte de Hermosillo, no me cansaba de levantar mi brazo derecho pidiendo “aventón”.

No corría con suerte, pero no desesperaba.

Y así seguí hasta que mejor opté por hacerle la parada a un transporte Norte de Sonora con destino a Nogales.

El autobús iba a toda su capacidad con pasajeros incluso de pie.

Recuerdo que apenas pudo pararme junto al operador y un pasajero que procedente del centro de México se distinguía por su forma de vestir -todo de negro- y agradable forma de plática.

Se decía ser descendiente de los aztecas y más directamente de Moctezuma. Su nombre era náhuatl y su tez era muy morena.

Su charla, de mucho mundo, hizo agradable el viaje y ya tarde-noche el autobús llegó a Nogales por lo que tendría que tomar otra decisión: cómo seguir hacia Texas.

No traía el dinero suficiente como para hacer gastos de hotel y menos, perder tiempo porque las horas corrían.

No tuve de otra: cruzó la línea, previo permiso legal, y esperó un Greyhound con ruta al Paso, Texas.

Iba a viajar toda la noche y sabía muy bien que, de aquella ciudad en adelante, no le quedarían más que unos cuantos pesos.

La suerte ya estaba echada.

Amanecí en El Paso, luego de un tranquilo y suave viaje.

Así, pronto me encaminé hacia la carretera ideando escribir sobre un cartón la palabra Este (en inglés).

Iba optimista ilusionado y confiado en la buena suerte.

Sin embargo, ningún vehículo se paraba para darme el ansiado “raite”.

En tanto a lo lejos, sobre el horizonte, preocupado veía gruesos nubarrones de tierra, algo así como si presagiara una tormenta de arena sobre esa región desértica cercana al Paso.

Aun así, tenía que seguir y tomé por un lado de la carretera, sin dejar de levantar el cartón cada vez que se aproximaba un vehículo.

Transcurrieron cerca de quince minutos en el lento caminar cuando en forma sorpresiva un conductor detuvo su auto y me invitó que me acercara.

Quedé sorprendido.

A ese vehículo no le había hecho ninguna seña de “aventón”.

Más fue la sorpresa saber que me había confundido con uno de sus amigos que también se llamaba como yo, llamándome con mi nombre de Jesús.

No terminaba de subirme el auto cuando se vino una muy fuerte la tormenta de arena, la que cubría toda esa región fronteriza, llegando incluso a los caseríos sobre las faldas de los cerros de Ciudad Juárez… que comenzaba a quedar atrás.

La tormenta no cesaba.

Mi “salvador” sólo iba a una ranchería cercana, pero me dejaría en una estación de gas donde había un restaurant.

Ahí, me advirtió que además de protegerme de la tormenta, tendría más oportunidad de conseguir otro “raite”.

Nos despedimos con un fuerte apretón de mano, guiñándonos los ojos y deseándonos algún día volvernos a encontrar.

La arena todo lo cubría.

Ante tal situación, decidí tomarme un alimento y un refresco dentro del local.

Pasaron los minutos y seguía la tormenta.

Sin embargo, sucedió algo no esperado: el propietario del lugar, algo me dijo en inglés con una cara de pocos amigos, haciéndome señas de que saliera del restaurante.

Entendí que “daba mala imagen” y que ya era suficiente mi tiempo dentro del negocio por tan poco consumo.

No tuve de otra que salir.

Seguía la tormenta de arena…

Al salir, cubierto con mi chamarra de la “Army” me pegaba a las paredes de la estación de gas, ubicada a una media hora de El Paso.

Sin embargo, por más que me cubría, era imposible encontrar un buen refugio contra la arena que azotaba mi cuerpo.

Sentía un nudo en la garganta y un coraje inexplicable.

No podía concebir la actitud del dueño o administrador del lugar, pero ahí estaba, cubriéndose con todo lo que podía, esperando un vehículo hacia el Este.

Entreabriendo los ojos, de pronto vi que llegó una camioneta y rápido fui hacia el conductor, quien acompañado de su familia me advirtió que esperara un momento ya que tomarían un alimento.

Confiado, esperé unos minutos que parecían interminables, hasta que al fin salió junto con su familia, típica del sur de los Estados Unidos:

“¡Vámonos!”, dijo portando un sombrero texano y por supuesto que mis ojos se iluminaron de alegría.

En medio del viento arenoso rápido me subí a la camioneta, tratando, con cierta dificultad, acomodarme entre una gran cantidad de viejos muebles y demás “cachivaches” encimados en la cajuela.

Atrás, poco a poco, iba quedando la tormenta de arena.

Estaba atardeciendo y ya podía levantar la cabeza entre los fierros y muebles viejos que apenas daban lugar para estirarme.

Una vez más sentía que la suerte me acompañaba.

Dos preciosos niños, por la ventanilla, me veían extrañados, pero con linda y noble sonrisa, a quienes les respondí de la misma manera.

El viaje era tranquilo y ya se podía admirar a plenitud el paisaje a los lados de la carretera.

Llegó la desviación San Antonio-Dallas.

(Continuará)

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