por María Elvira Santamaría Hernández

No en una sino en varias ocasiones, pronuncié con relativa seguridad que yo ya había vivido lo suficiente, que estaba agradecida por haber visto crecer a mis hijos y conocer a mis nietos al lado de mi esposo; y contenta con mis años, con lo conocido y lo experimentado. Ajá; el discursito dicho en momentos de reunión familiar daba la impresión de ser convincente, que salía de la profundidad de mi sentir.
Pero, el primer trimestre de este 2020, mi supuesta conforme madurez y mi disposición para entregar cuentas al creador cuando dispusiera, se toparon con la noticia de la propagación de un virus maligno y desconocido que estaba matando gente en otras partes del mundo, sobre todo de la tercera edad por su vulnerabilidad. ¿De la tercera edad? O sea, ¿de los que tienen los años que yo tengo?
Las primeras advertencias de la peligrosidad del coronavirus Covit-19 nos llegaron a casa por una de mis hijas aún antes de que el gobierno lo expusiera y ella insistía una y otra vez que había que tomar precauciones. En el inicio de sus alertas no la tomamos tan en serio, pero luego las noticias internacionales corroboraron la magnitud de lo que nos estaba advirtiendo.
A partir de ahí comencé a tratar de informarme lo más posible sobre la prevención y el desarrollo de la enfermedad y con ello a tomar nota de todas las medidas para evitar el contagio, mismas que compartí en familia y con mi madre y los hermanos.
Al lavado continuo de las manos, el mantener la distancia, el separar incluso los cubiertos y el uso individual de las toallas, se agregó el desinfectar muebles, manijas, respaldos, baños y pisos; encierro sin recibir visitas, salir solo lo indispensable llevando guantes y cubre-bocas, regresando a casa a cambiarse ropa de inmediato dejando los zapatos afuera con desinfectante y bañarse. Vaya rutina y vaya empeño que estaba poniendo en evitar el coronavirus y en pedirles a mis familiares y amigos que se cuidaran del contagio. O sea, en pocas palabras: cuántas ganas de seguir viviendo.
Y esas ganas de continuar con vida, de volver a ver y abrazar a los seres queridos -que seguro comparten conmigo y que ahora nos llevan a unos a extremar cuidados y a otros a tener que arriesgarse por cumplir con un deber profesional o porque no tienen otra opción para subsistir-, tenemos que acompañarlas de un profundo sentimiento de solidaridad que se manifieste en nuestras palabras pero principalmente en nuestras acciones.
Tengamos presente que somos compañeros de todos en la aventura de vivir este tiempo, de enfrentar esta pandemia, somos compañeros en el propósito de salvarnos y también, en la necesidad de ayudarnos, de apoyarnos unos a otros, porque lo que sigue, créanme, nos requiere hermanados.
Hasta pronto.